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Carlos V (retrato de Jan Cornelisz Vermeyen, c. 1530) |
Cuenta el místico español San Juan de la Cruz, en una carta
conservada en el Archivo de Simancas, que Juana la Loca, hija de Isabel la
Católica y madre del futuro Carlos V, decía cosas tales como que "un gato
de algalia había comido a su madre e iba a comerla a ella", extrañas
fantasías de una mujer misteriosa. Sobre la regia locura de Juana se han
esgrimido las más caprichosas hipótesis, desde la que afirma que no padecía
enajenación ninguna, sino un intolerable protestantismo cruelmente castigado
con el apartamiento, hasta la versión más común que pretende, según la tesis de
Marcelino Menéndez y Pelayo, que "la locura de Doña Juana fue locura de
amor, fueron celos de su marido, bien fundados y anteriores al
luteranismo". Tampoco los historiadores han dejado de tachar a su hijo
Carlos I de España y V de Alemania, a quien las circunstancias convirtieron en
el más acendrado valedor del catolicismo de su época, de haber incurrido en la
heterodoxia, y ello amparándose en el proceso que el papa Paulo VI mandó formar
al emperador como cismático y factor de herejes.
Pero aquello fue un episodio motivado
por aviesos intereses políticos, cuyas razones se compadecen mal con la
rectitud de los sentimientos religiosos del emperador, quien en su retiro en
Yuste confesaba a los frailes: "Mucho erré en no matar a Lutero, y si bien
lo dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra que le tenía dada,
pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré,
porque yo no era obligado a guardarle la palabra, por ser la culpa de hereje
contra otro mayor Señor, que era Dios, y así yo no le había ni debía guardar
palabra, sino vengar la injuria hecha a Dios." Marcelino Menéndez y Pelayo
apostilla que "al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático,
pero nunca de hereje".
El 24 de febrero de 1500, fecha en que
los estados flamencos celebraban su día en Prinsenhof, cerca de Gante, el
archiduque Felipe el Hermoso y la archiduquesa Juana, más tarde llamada la
Loca, rendían pleitesía al nuevo rey de Francia, Luis XII, a pesar del enfado
del emperador Maximiliano y de los Reyes Católicos. En medio de la ceremonia,
Juana corrió al evacuador (un excusado especial) y se encerró en él sin que
Felipe se inmutara. Al cabo de una espera excesiva las damas de honor,
alarmadas, hicieron derribar la puerta, y Juana mostró la razón de su encierro.
Sola y sin ayuda había dado a luz a su segundo hijo. Lo bautizaron con el
nombre de Carlos en honor a Carlos el Temerario, bisabuelo del niño.
Como hijo de Felipe el Hermoso y Juana
la Loca, llegó a manos de Carlos V una vasta y heterogénea herencia, en la que
mucho tuvieron que ver la combinación de matrimonios dinásticos y una serie de
muertes prematuras de los herederos directos de distintos tronos. Por parte de
su abuelo paterno, el emperador Maximiliano de Habsburgo, recibió los estados
hereditarios de la casa de Austria, en el sudeste de Alemania; por parte de su
abuela paterna, María, obtuvo el ducado borgoñón, que sin embargo estaba en
poder de Francia, y además los Países Bajos, el Franco-Condado, Artois y los
condados de Nevers y Rethel. De su abuelo materno, Fernando el Católico,
recibió el reino de Aragón, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y sus posesiones de
ultramar; y de su abuela materna, Isabel la Católica, Castilla y las conquistas
castellanas en el norte de África y en Indias.
Una herencia fabulosa y conflictiva
El verdadero problema residiría en la
falta de cohesión de todos estos dominios, por lo que Carlos se propuso durante
todo su reinado superar el concepto feudal del imperio y darle una nueva
dinámica a través de un ideal común que justificase la reunión de territorios
tan dispares bajo una sola corona. La figura del imperio surgió ante él como la
entidad política idónea para aglutinar los distintos dominios y fundarlos sobre
una universalidad religiosa. El ideal común era el cristianismo y, conforme al
mismo, Carlos se erigió en el «guardián de la cristiandad», en momentos en que
la unidad de convicciones que habían mantenido cerrado el mundo medieval
estaban a punto de romperse. Según Menéndez Pidal, Carlos V asumió el papel de
coordinador y guía de los príncipes cristianos contra los infieles «para lograr
la universalidad de la cultura europea», de modo que la idea de cristianismo
pasó a ser una realidad política. Sin embargo, ésta no fue tarea fácil en un
siglo como el XVI, en el que los sentimientos nacionales se oponían al
universalismo y los príncipes cristianos buscaban consolidar, cuando no
ensanchar, su espacio vital en el viejo continente.
Carlos se formó intelectualmente con
Adriano de Utrecht, que sería promovido al pontificado con el nombre de Adriano
VI, y con Guillaume de Croy, señor de Chièvres, personaje sobre el que recaen
las acusaciones de avaricia y fanfarronería. Pasó su infancia en los Países
Bajos, y en sus estudios siempre mostró gran afición por las lenguas, las
matemáticas, la geografía y, sobre todo, la historia. Paralelamente, sus
educadores no olvidaron que un hombre llamado a tan altos designios debía
poseer un organismo robusto, de modo que estimularon los ejercicios físicos del
joven Carlos, quien sobresalía en la equitación y en la caza, al tiempo que se
mostraba singularmente diestro en el manejo de la ballesta. La firmeza de su carácter,
rasgo del que dio sobradas muestras en el curso de su vida, parece ponerse en
entredicho en sus primeros años, pues, llamado a gobernar Flandes en 1513, fue
en realidad su ayo, el señor de Chièvres, quien llevó las riendas del Estado.Pero este hecho se comprende fácilmente cuando se cae en la
cuenta de que Carlos tenía por entonces sólo trece años.
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Juana la Loca con sus hijos Fernando y Carlos
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En 1516, con la muerte de su abuelo Fernando el Católico, se
convirtió en Carlos I de España, pese a la oposición de los partidarios de su
hermano, el príncipe Fernando, educado en España. Si bien Castilla dio su
consentimiento al nombramiento de Carlos como rey de España, Aragón puso como
condición que el nuevo rey jurara su Constitución en Zaragoza, lo que
significaba que el monarca debía trasladarse de Flandes a España. Su viaje se
retrasó de forma injustificada durante varios meses, y en este interregno había
ejercido la más alta magistratura en España el cardenal Jiménez de Cisneros.
Este último emprendió viaje, para recibirle, a las playas de Asturias, pero
cayó enfermo y hubo de refugiarse en el monasterio de San Francisco de
Aguilera, donde recibió la noticia de la llegada del rey con un séquito extranjero.
El 18 de septiembre de 1517, después de una dificultosa travesía, Carlos V
desembarcaba en el puerto asturiano de Villaviciosa. Lo acompañaban su hermana
Leonor, el señor de Chièvres, el canciller de Borgoña y numerosos nobles
flamencos. Unos días antes, el 31 de octubre, un monje alemán llamado Lutero
había pronunciado las noventa propuestas contra el comercio de las
indulgencias, que darían pie al movimiento de Reforma contra la Iglesia
católica romana.
Cisneros mandó con urgencia una recomendación al
monarca rogándole que despidiese a su séquito, temeroso, y con razón, de que
ello no haría sino irritar a los cortesanos españoles. Desatendiendo tan
prudentes consejos, Carlos mantuvo a su lado a sus amigos y se dirigió a
Tordesillas, donde estaba recluida su madre. Obtuvo de ella que abdicara en su
favor, formalidad sin la cual le hubiese sido imposible gobernar. Antes de
llegar a Valladolid, Carlos recibió la noticia de la muerte de Cisneros. El
cardenal había muerto sin lograr entrevistarse con el mozo flamenco y
atribulado por un inminente porvenir que él, mejor que nadie, preveía
conflictivo.
Rey de España
De todos los países que heredó, España
fue el más difícil de consolidar bajo su dominio. Carlos se propuso reinar con
el exclusivo apoyo de sus compatriotas, repartiendo entre ellos prebendas y
altos cargos, lo cual indignó sobremanera a la nobleza local. El partido
formado alrededor de su hermano Fernando, su condición de extranjero y el
desconocimiento de la lengua castellana pesaron en su contra. Los tropiezos
comenzaron inmediatamente después de que la ciudad de Valladolid recibiese con
grandes agasajos, fiestas, justas y torneos al monarca extranjero. En febrero
de 1518, durante la primera reunión de las cortes castellanas, se exigió al rey
el respeto de las leyes de Castilla y que aprendiera el castellano. Carlos no
dudó en aceptar estas exigencias, pero a cambio pidió y obtuvo un sustancioso
crédito de 600.000 ducados. Las cortes de Aragón se demoraron hasta enero del
año siguiente para reconocerlo como rey, y lo hicieron junto a su madre.
También le concedieron un crédito de 200.000 ducados.
En las cortes de Cataluña las
negociaciones fueron más arduas. El rey se encontraba aún en Barcelona cuando
recibió la noticia de que el 28 de junio había sido elegido emperador con el nombre
de Carlos V. El título imperial le era imprescindible para llevar a cabo el
gobierno de las numerosas posesiones bajo el signo de la unidad. La corona de
su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, no era hereditaria sino electiva,
y la Dieta reunida en Francfort, tras la renuncia de Federico el Prudente, hizo
recaer la designación en su persona. Para conseguirla, Carlos había invertido
un millón de florines, la mitad del cual fue financiado por los banqueros
Fugger, quienes vieron en él la clave del desarrollo económico de Europa.
Carlos regresó a Castilla a fin de
preparar la coronación imperial y solicitar un nuevo crédito. La existencia de
una fuerte oposición a concedérselo, que encabezaba Toledo, lo llevó a convocar
las cortes en Santiago y a continuarlas en La Coruña. La multiplicación de
oportunidades facilitada por los consiguientes aplazamientos de las sesiones y
el curso itinerante de las mismas allanó las reticencias al crear el clima
adecuado que permitió que los representantes de las ciudades fueran presionados
y sobornados para la causa del rey. Después de violentas discusiones, los
procuradores traicionaron el mandato de sus ciudades y otorgaron el nuevo
empréstito. Tras esta votación, la mayoría no regresó a sus ciudades, y quienes
lo hicieron fueron ejecutados. Carlos salió de España dejando tras de sí al
reino castellano sumido en la «guerra de las Comunidades». Nunca recogió el
dinero del préstamo.
El desprecio que los asesores flamencos
del rey mostraban por los españoles, el favoritismo en el nombramiento de
extranjeros para desempeñar cargos públicos de importancia, las grandes
cantidades de dinero sacadas del reino y la designación de Adriano de Utrecht
como regente durante la ausencia del rey fueron algunas de las causas de la
revuelta de los comuneros. Ésta fue en un principio una verdadera rebelión
contra la aristocracia terrateniente y el despotismo real. Fue ante todo una
defensa de la dignidad y los intereses castellanos nacida en el municipio como
un movimiento burgués.
Sin embargo, antes de la derrota de los
últimos rebeldes en Villalar, el 23 de abril de 1521, el levantamiento había
degenerado en una revuelta incoherente, identificada más con las tradiciones
feudales que con las reivindicaciones económicas y políticas de la burguesía.
También el reino de Valencia se sublevó por entonces. El movimiento fue animado
por las germanías (asociaciones de artesanos) de Valencia y Mallorca, que
lanzaron contra la aristocracia a las milicias reclutadas para hacer frente a
los piratas del Mediterráneo. Carlos no pudo menos que respaldar a la
aristocracia en su acción represiva. Las germanías fueron derrotadas en 1523 y
sus seguidores duramente castigados.
Emperador del Sacro Imperio
Mientras tanto, antes de que el rey se
dirigiera a Alemania con objeto de ser coronado, visitó a sus tíos Enrique VIII
y Catalina de Aragón para conseguir el apoyo de Inglaterra frente a Francisco I
de Francia. En esos momentos, la flota española comandada por Hugo de Moncada
aplastaba a los turcos, que eran así expulsados del Mediterráneo. Esta acción
fue de vital importancia para los planes del monarca, ya que aseguraba las vías
comerciales de los Fugger y saldaba la deuda contraída con los banqueros para
sobornar a los electores que lo nombraron emperador. El 23 de octubre de 1520,
Carlos V fue coronado emperador en la ciudad de Aquisgrán. En una ceremonia de
gran pompa, le fue colocada la casulla de Carlomagno y recibió su legendaria
espada Joyeuse, la corona, el cetro y el globo. A sus veinte años era el jefe
de la cristiandad.
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El emperador Carlos V (detalle de un retrato de Jakob
Seisenegger)
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Carlos V consideró oportuno situarse por
encima de estas disputas, y durante años trató de conciliar las posiciones más
radicales. Seguía en ello las enseñanzas de Erasmo de Rotterdam, que postulaba
la sencillez del cristianismo primitivo, el rechazo de los formalismos y boato
rituales y de las supersticiones, y una piedad religiosa «en espíritu». Pero en
1521, tras la dieta de Worms, el emperador comprobó que el acercamiento de las
posiciones de Martín Lutero y la Iglesia de Roma era imposible, y las
diferencias, irreductibles. Sus acciones se encaminaron entonces a dirimir
cuanto antes estas disputas, a resolver los asuntos internos de sus reinos, a
acabar con el bandolerismo y a fortalecer su gobierno para unir a la
cristiandad y dirigirla contra el Islam. Éste fue el momento que Francisco I de
Francia, decidido a terminar con el predominio de los Habsburgo, aprovechó para
iniciar una guerra que consideraba inevitable. Entretanto, el reciente invento de la
imprenta servía tanto para difundir las antiguas como las nuevas ideas, y la
doctrina protestante había alcanzado una gran popularidad en Alemania. Las
tesis luteranas se habían transformado no sólo en una crítica religiosa, sino
en el germen de un movimiento político con fines de emancipación territorial y
de secularización de los bienes eclesiásticos. Carlos, educado entre
humanistas, coincidía con los luteranos en criticar las estructuras de la
Iglesia. Consideraba que era ésta, y no la fe, la que debía ser objeto de una
profunda reforma; había que acabar con la corrupción de los obispos, las ansias
de riqueza, la intromisión en los asuntos públicos y el escandaloso comercio de
las indulgencias. El mismo papa había llegado a autorizar a las mujeres la
firma de contratos de indulgencias que luego debían pagar sus maridos.
La acción de Francisco I, aliado con el papa Clemente VII,
obligó a Carlos V a responder enérgicamente. Su ejército derrotó a las tropas
francesas e hizo prisionero al rey francés en Pavía, el 10 de marzo de 1525.
Dos años más tarde, Carlos atacó al papa y su ejército entró en Roma. Las
tropas españolas y alemanas saquearon la ciudad durante una semana. Poco
después, la deserción de Andrea Doria de Francia dotó a Carlos de una potente
flota y forzó al papa a recibirlo en Roma. La Paz de Cambrai, firmada el 3 de
agosto de 1529, obligó a Francisco I a reconocer la soberanía del emperador
sobre Milán, Génova y Nápoles.
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Carlos V (detalle de un retrato de Rubens)
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Resueltos momentáneamente los
enfrentamientos militares, Carlos V creyó que era la ocasión de solucionar
pacíficamente las diferencias doctrinales. A tal fin convocó la dieta de
Augsburgo, aun con la oposición papal, en 1530. El intento fue vano, ya que ni
luteranos ni católicos romanos quisieron ceder en sus posiciones. La influencia
conciliadora de Erasmo había perdido fuerza. Se inició entonces una larga
guerra civil que enfrentó al ejército imperial con los príncipes luteranos,
aliados de Francisco I, quien a su vez había pactado con los turcos. La paz no
se firmaría hasta 1555 en Augsburgo. Conforme a la misma, Carlos V reconoció a
los protestantes la libertad de culto y la propiedad de los bienes expropiados
a la Iglesia antes de 1552.
La organización del imperio
Carlos V regresó a España en 1522, una
vez sofocada la rebelión comunera, y permaneció en el país durante los siete
años siguientes. Durante esa etapa realizó un gran esfuerzo para comprender el
carácter español y acercarse a las preocupaciones de sus súbditos. Aprendió a
hablar el castellano e hizo de él el idioma de la corte. Los pasos políticos
que dio en este periodo tendían a congraciarse con los españoles, a pesar de
que ya no existía un peligro real para la corona. Su boda en 1526 con su prima
Isabel, hija del rey de Portugal Manuel I, fue bien recibida. Igualmente lo
fue, al año siguiente, el nacimiento del primogénito, el futuro Felipe II. Los
españoles empezaron a reconocer en Carlos a un rey con autoridad moral, que
aceptaba paulatinamente y de buen grado la españolización de su administración
imperial.
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Isabel de Portugal |
Carlos gobernó sus dominios como el más
alto exponente de una organización dinástica, y en cada estado designó un
regente o un virrey, a veces miembro de la familia de los Habsburgo o elegido
de la nobleza española. En cada país de la monarquía, como llamaban sus
contemporáneos al imperio de Carlos V, había un virrey, como en Aragón,
Cataluña, Valencia, Sicilia, Cerdeña, Nápoles y Navarra. En los Países Bajos
tenia un gobernador general, que fue su tía Margarita de Austria (hasta su
muerte en 1530) y posteriormente, hasta 1558, su hermana María de Hungría. Los
dominios alemanes habían quedado en manos de su hermano Fernando. Su
pensamiento se asentaba en la idea de que la unión familiar constituía el mejor
soporte para su vasto imperio. También las Indias, Perú y Nueva España estaban
gobernados por virreyes.
Tanto en España como en sus otros reinos, el gobierno de
Carlos V constituyó una monarquía personal ejercida a través de instituciones
centralizadas, pero no unificadas. De este modo el monarca, antes que rey de
España, lo era de Castilla, Aragón, etc., y su poder estaba condicionado por
las leyes locales. Carlos se valió del Consejo Real, heredado de sus abuelos,
los Reyes Católicos, y lo reorganizó en consejos especiales, según las
distintas tareas administrativas. Había dos tipos de consejos, el de Estado y
los que integraban el cuerpo administrativo propiamente dicho. La modernización
de los órganos de gobierno requirió, conforme a los criterios del emperador, la
progresiva exclusión de los consejos de los miembros de la nobleza y del clero,
incluyendo en su lugar a consejeros procedentes de la clase media y juristas.
Como dato revelador, en las cortes de Toledo de 1538 fueron expulsados nobles y
eclesiásticos con el pretexto de su oposición a la sisa, impuesto directo sobre
el consumo de carne, harina y otros alimentos.
En la práctica, Carlos V tenía contacto
con los consejos a través de sus secretarios, motivo por el cual la figura de
éstos cobró gran importancia durante su reinado. Como los otros órganos de
gobierno, las secretarías se asentaban sobre criterios nacionales y no
imperiales. Entre la masa de secretarios de Carlos, destacaron Francisco de los
Cobos y Nicholas de Perrenot, señor de Granvelle. Carlos tuvo siempre plena
conciencia del poder y las banderías de los secretarios. Así, cuando en 1543
dejó a su hijo Felipe como regente de España, le remitió las famosas Instrucciones
Secretas de Carlos V a Felipe II, verdadero compendio de consejos para
gobernar un imperio, en las que le indicaba cómo valerse de las rivalidades de
los consejeros y de sus ambiciones personales. Asimismo, en ellas recomendaba a
su hijo que no otorgara cargo importante alguno a ningún grande de España; sólo
debía utilizarlos para asuntos militares.
Gran parte del esfuerzo desarrollado por
el complejo cuerpo burocrático de Carlos V estaba destinado a resolver los
problemas financieros derivados de las guerras en los distintos frentes.
Castilla llevó el mayor peso de los gastos del imperio, aunque los dominios que
más le importaban no eran los europeos sino los de América. De allí procedían
los cargamentos de oro y plata, al tiempo que se ensanchaba una vía de comercio
de importancia vital para el desarrollo del reino. Las finanzas marcaron desde
el principio el imperio de Carlos V. Fueron los Fugger, los banqueros alemanes,
quienes propiciaron la elección de Carlos y quienes en varias ocasiones
procuraron empréstitos para financiar las continuas guerras imperiales. Pero no
fue hasta 1540 cuando empezaron las verdaderas dificultades financieras de la
corona. La situación llegó a extremos tan graves que los ingresos ordinarios
por impuestos estaban gastados de antemano cuando se cobraban, y hasta los
ingresos de Indias estaban comprometidos. Las campañas de Argel y las guerras
contra Francia y contra los príncipes luteranos esquilmaron las arcas reales.
En 1541, fracasada por segunda vez la cruzada africana contra el turco, la
crisis económica se agudizó.
Un sueño derrotado
El principal objetivo de la política
francesa fue resistir al poder de los Habsburgo, aliándose tanto con los
alemanes como con los turcos. Carlos V tuvo en el Imperio otomano un enemigo
poderoso por tierra y mar. Si bien en 1529 Carlos contribuyó a detener a las
huestes de Solimán, el emperador turco, en las mismas puertas de Viena, el
ejército cristiano debió ceder en Argel. El poderío marítimo de los turcos se
hizo sentir en el Mediterráneo: la toma de Bizerta y Túnez en 1534 requirió del
emperador un esfuerzo personal para su conquista, que se produjo al año
siguiente.
La expedición contra Túnez, que reunió
cuatrocientas veinte embarcaciones y cerca de treinta mil soldados, salió del
puerto de Barcelona el 30 de mayo de 1535, y el terrible choque con las también
abultadas fuerzas de su adversario se produjo el mes de junio. En los combates
dio prueba Carlos de gran ardor y temeridad, acudiendo siempre a los enclaves
de mayor peligro y lidiando, lanza en ristre, contra los jinetes enemigos. Por
fin, tras el asalto general a la fortaleza de la Goleta (14 de junio de 1535),
se internó hasta la ciudad de Túnez, donde puso en fuga al pirata Barbarroja,
brazo de Solimán. Antes de entrar en la ciudadela algunos comisionados se
llegaron hasta el emperador para entregarle las llaves y pedir su protección,
pero Carlos no pudo sujetar la violencia de sus encrespadas tropas, los cuales
se entregaron a toda suerte de atropellos y desafueros. No obstante, Barbarroja
continuaría asolando desde Argel las costas baleares y levantinas. En 1538
Andrea Doria, al mando de la flota cristiana (mucho más potente que la turca),
resultó derrotado en la costa de Epiro. Fue el principio del descalabro
cristiano que culminó en 1554 con la pérdida de Bugía, en la costa argelina.
Derrotado en este frente, Carlos V también se vio forzado,
al año siguiente, a firmar la Paz de Augsburgo con los príncipes luteranos y a
ceder en gran parte de sus pretensiones. Ante el cariz que tomaban los
acontecimientos, el emperador había dirigido su testamento político a su hijo
Felipe ya en enero de 1548, y dos años más tarde comenzó a escribir sus
memorias. A lo largo de su vida, el emperador había dado sobradas muestras de
heroísmo en múltiples batallas, como por ejemplo cuando sus tropas
desembarcaron en Argel el 13 de octubre de 1541 y al día siguiente una
espantosa tempestad dispersó los barcos de su escuadra, destruyó las tiendas de
campaña y causó la muerte de numerosos soldados. En aquella ocasión, Carlos
vendió sus magníficos caballos para socorrer en algo a sus hombres, y en la
retirada combatió a pie. Como sus soldados temían que los abandonase, el
emperador embarcó en la última galera de forma que todos pudieran verlo. Pero
en 1555 su ánimo estaba definitivamente abatido y padecía terribles dolores a
causa de la gota. Sostener su colosal imperio había agotado sus fuerzas.
El 25 de octubre de 1555, en un emotivo
discurso ante la asamblea de los Estados Generales reunida en Bruselas, Carlos
abdicó en favor de Felipe, que reinaría como Felipe II, la soberanía de los
Países Bajos. Tres meses más tarde le cedió las coronas de Castilla y León,
Aragón y Cataluña, Navarra y las Indias. Lo mismo hizo con el reino de Nápoles,
el de Cerdeña, la corona de Sicilia y el ducado de Milán. En el mes de
septiembre de 1556 cedió el imperio a su hermano Fernando I y, dejando a Felipe
en Bruselas, se embarcó hacia España. Había comprendido que el título imperial
carecía de valor sin el sustento de las armas y por ello no había dudado en
repartir sus dominios entre las que consideró las cabezas más importantes de su
dinastía: su hermano Fernando y su hijo Felipe.
Obsesionado por la muerte, el temor a
Dios y la angustia religiosa, vivió los dos últimos años de su vida en el
retiro monástico. El lugar de reposo elegido fue el austero monasterio de
Yuste, en la provincia española de Cáceres, situado en un abierto valle y
rodeado de hermosos robledales y grandes castaños. Ingresó allí el 3 de febrero
de 1557, pero siguió manteniendo una intensa comunicación con Felipe II, que a
menudo requería sus consejos, y no dejó nunca de interesarse por los asuntos
públicos.
Llevó a aquel apartado lugar sus
preciosos muebles, su vajilla de plata, su magnífico vestuario y cincuenta
servidores; una vez instalado, ocupaba sus horas en largas charlas sobre
religión con el jesuita Francisco de Borja, que antes había sido el gran duque
de Gandía, y pudo de nuevo consagrarse a sus aficiones, las matemáticas y la
mecánica, e incluso llegó a construir algunos relojes. De hecho, sus
embajadores en el extranjero, conocedores de su debilidad por ellos, le
enviaban los más preciosos y artísticos relojes procedentes de diversos países
europeos, piezas únicas en su género con las que entretenía su tiempo.
Coleccionó además pintura de los grandes artistas de la época, como Tiziano, y
de los primitivos italianos y flamencos. Leía libros piadosos y de historia
(sobre todo a Julio César, Tácito, Boecio y San Agustín), cantaba con los
monjes en el coro y organizaba solemnes funerales por su alma que presenciaba
tétricamente en la iglesia del monasterio.
Tras recibir la extremaunción, falleció en la madrugada del
21 de septiembre de 1558, dejando tres hijos legítimos de su matrimonio con
doña Isabel de Portugal (Felipe II, María, reina de Bohemia, y Juana, princesa
de Portugal), además de varios bastardos, entre los cuales el más célebre sería
don Juan de Austria, concebido por la rolliza campesina Barbara Blomberg en
1545. Joven de simpatía arrolladora, Juan de Austria habría de comandar, años
más tarde, las fuerzas españolas frente a las turcas en la batalla de Lepanto,
y llegaría a ser gobernador de los Países Bajos.
Su ambición de resucitar el Sacro
Imperio Romano, fundado en la unidad religiosa, había fracasado. Había creado,
en cambio, el primer imperio colonial moderno, el imperio en que nunca se ponía
el sol. Los más bellos retratos del emperador, a quien no desagradaba posar
para los pintores, se conservan en el Museo del Prado de Madrid y son obra del
gran pintor veneciano Tiziano Vecellio. En el que tuvo ocasión de realizar en
1533 en Bolonia, el modelo viste el suntuoso traje con el que fue coronado por
el pontífice Clemente VII y sujeta con la mano izquierda el collar de un
lebrel. El más majestuoso lo muestra a caballo según apareció en la batalla de
Mühlberg, pomposamente cubierto de armadura, portando una larga lanza y tocado
con yelmo empenachado. Aunque éste es quince años posterior, en ambos el genio
de Tiziano supo revelar en la mirada de Carlos V el más acusado de los rasgos
de su carácter: su inextinguible tristeza, su pertinaz melancolía.
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