A diferencia de
la de su contemporáneo Lope de Vega, quien conoció desde joven el éxito como
comediógrafo, poeta y seductor, la vida de Cervantes fue una ininterrumpida
serie de pequeños fracasos domésticos y profesionales, en la que no faltó ni el
cautiverio, ni la injusta cárcel, ni la afrenta pública. No sólo no contaba con
renta, sino que le costaba atraerse los favores de mecenas o protectores; a
ello se sumó una particular mala fortuna que lo persiguió durante toda su vida.
Sólo al final, tras el éxito de las dos partes del Quijote, conoció cierta
tranquilidad y pudo gozar del reconocimiento hacia su obra, pero siempre
agobiado por las penurias económicas.
Sexto
de los siete hijos del matrimonio de Rodrigo de Cervantes Saavedra y Leonor de
Cortinas, Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá (dinámica sede de la
segunda universidad española, fundada en 1508 por el cardenal Francisco Jiménez
de Cisneros) entre el 29 de septiembre (día de San Miguel) y el 9 de octubre de
1547, fecha en que fue bautizado en la parroquia de Santa María la Mayor. La
familia de su padre conocía la prosperidad, pero su abuelo Juan, graduado en
leyes por Salamanca y juez de la Santa Inquisición, abandonó el hogar y comenzó
una errática y disipada vida, dejando a su mujer y al resto de sus hijos en la
indigencia, por lo que el padre de Cervantes se vio obligado a ejercer su
oficio de cirujano barbero, lo cual convirtió la infancia del niño en una
incansable peregrinación por las más populosas ciudades castellanas. Por parte
materna, Cervantes tenía un abuelo magistrado que llegó a ser efímero
propietario de tierras en Castilla. Estos pocos datos acerca de las profesiones
de los ascendientes de Cervantes fueron la base de la teoría de Américo Castro
sobre el origen converso (judíos obligados a convertirse en cristianos tras
1495) de ambos progenitores del escritor.
El
destino de Miguel parecía prefigurarse en parte en el de su padre quien,
acosado por las deudas, abandonó Alcalá para buscar nuevos horizontes en el
próspero Valladolid, pero sufrió siete meses de cárcel por impagos en 1552, y
se asentó en Córdoba en 1553; dos años más tarde, en esa ciudad, Miguel ingresó
en el flamante colegio de los jesuitas. Aunque no fuera persona de gran
cultura, Rodrigo se preocupaba por la educación de sus hijos; el escritor fue
un lector precocísimo y sus dos hermanas sabían leer, cosa muy poco usual en la
época, aun en las clases altas. Por lo demás, la situación de la familia era
precaria. En 1556 Leonor vendió el único sirviente que le quedaba y partieron
hacia Sevilla, con el fin de mejorar económicamente, pues esta ciudad era la
puerta de España a las riquezas de las Indias y la tercera ciudad de Europa,
tras París y Nápoles, en la segunda mitad del siglo XVI.
A
los diecisiete años Miguel era un adolescente tímido y tartamudo, que asistía a
clase al colegio de los jesuitas y se distraía como asiduo espectador de las
representaciones del popular Lope de Rueda, como recordaría luego, en 1615, en
el prólogo a la edición de sus propias comedias: «Me acordaba de haber visto
representar al gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y del
entendimiento».
En
1551 la hasta entonces pequeña y tranquila villa de Madrid había sido
convertida en capital por Felipe II, por lo que en los años siguientes la
ciudad quintuplicaría su tamaño y población y llevados, nuevamente, por el afán
de prosperar, los Cervantes se trasladaron en 1566 a la nueva capital. No se
sabe con certeza que Cervantes hubiera asistido a la universidad, a pesar de
que en sus obras mostró familiaridad con los usos y costumbres estudiantiles;
en cambio, su nombre aparece en 1568, firmando cuatro composiciones en una
antología de poemas en loa de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II,
fallecida ese mismo año. El editor del libro, Juan López de Hoyos, humanista,
probable introductor de Cervantes a la lectura de Virgilio, Horacio, Séneca y
Catulo y, sobre todo, a la del humanista Erasmo de Rotterdam, se refiere a
aquél como «nuestro caro y amado alumno». Otros aventuran, sin embargo, que en
el círculo o escuela de Hoyos, Cervantes había sido profesor y no discípulo.
En
el año de 1569 un tal Miguel de Cervantes fue condenado en Madrid a arresto y
amputación de la mano derecha por herir a un tal Antonio de Segura. La pena,
corriente, se aplicaba a quien se atreviera a hacer uso de armas en las
proximidades de la residencia real. No se sabe si Cervantes salió de España ese
mismo año huyendo de esta sanción, pero lo cierto es que en diciembre de 1569
se encontraba en los dominios españoles en Italia, provisto de un certificado
de cristiano viejo (sin ascendientes judíos o moros) y meses después era
soldado en la compañía de Diego de Urbina.
Pero
la gran expectativa bélica estaba puesta en la campaña contra el turco, en que
el Imperio español cifraba su continuidad en el dominio y hegemonía en el
Mediterráneo. Diez años antes, España había perdido en Trípoli cuarenta y dos
barcos y ocho mil hombres. En 1571 Venecia y Roma formaban, con España, la
Santa Alianza, y el 7 de octubre, comandados por el hermanastro bastardo del
rey de España, Juan de Austria, vencieron a los turcos en la batalla de Lepanto.
Fue la gloria inmediata, una gloria que marcó a Cervantes quien relataría
luego, en la primera parte del Quijote, las circunstancias de la lucha. En su
transcurso recibió el escritor tres heridas, una de las cuales, si se acepta
esta hipótesis, inutilizó para siempre su mano izquierda y le valió el
apelativo de «el manco de Lepanto» como timbre de gloria.
Junto
a su hermano menor, Rodrigo, Cervantes entró en batalla nuevamente en Corfú,
también al mando de Juan de Austria. En 1573 y 1574 se encontraba en Sicilia y
en Nápoles, donde mantuvo relaciones amorosas con una joven a quien llamó
«Silena» en sus poemas y de la que tuvo un hijo, Promontorio. Es posible que
pasara por Génova a las órdenes de Lope de Figueroa, puesto que la ciudad ligur
aparece descrita en El
licenciado Vidriera, y finalmente se dirigiera a Roma, donde frecuentó la
casa del cardenal Aquaviva (a quien dedicaría La Galatea), conocido suyo, tal
vez desde Madrid, y por cuya cuenta habría cumplido algunas misiones y
encargos. Fue la época en que Cervantes se propuso conseguir una situación
social y económica más elevada dentro de la milicia, con el cargo de alférez o
capitán, para lo cual obtuvo dos cartas de recomendación ante Felipe II,
firmadas por Juan de Austria y por el virrey de Nápoles, en las que se
certificaba su valiente actuación en la batalla de Lepanto.
Con
esta intención, los Cervantes se embarcaron en la goleta Sol, que partió de
Nápoles el 20 de septiembre de 1575, y lo que debía ser un expeditivo regreso a
la patria se convirtió en el principio de una infortunada y larga peripecia. A
poco de zarpar, la goleta se extravió tras una tormenta que la separó del resto
de la flotilla y fue abordada, a la altura de Marsella, por tres corsarios
berberiscos al mando de un albanés renegado de nombre Arnaute Mamí. Tras
encarnizado combate y consiguiente muerte del capitán cristiano, los hermanos
cayeron prisioneros. Las cartas de recomendación salvaron la vida a Cervantes
pero serían, a la vez, la causa de lo prolongado de su cautiverio: Mamí,
convencido de hallarse ante una persona principal y de recursos, lo convirtió
en su esclavo y lo mantuvo apartado del habitual canje de prisioneros y del
tráfico de esclavos corriente entre turcos y cristianos. Esta circunstancia y
su mano lisiada lo eximieron de ir a las galeras.
Argel
era en aquel momento uno de los centros de comercio más ricos del Mediterráneo.
En él muchos cristianos pasaban de la esclavitud a la riqueza renunciando a su
fe. El tráfico de personas era intenso pero la familia de Cervantes estaba bien
lejos de poder reunir la cantidad necesaria siquiera para el rescate de uno de
los hermanos. Cervantes protagonizó, durante su prisión, cuatro intentos de
fuga. El primero fue una tentativa frustrada de llegar por tierra a Orán, que
era el punto más cercano de la dominación española. El segundo, al año de
aquél, coincidió con los preparativos de la liberación de su hermano. En
efecto, Andrea y Magdalena, las dos hermanas de Cervantes y de quienes se
supone que ejercían la prostitución, mantuvieron un pleito con un madrileño
rico llamado Alonso Pacheco Pastor, durante el cual demostraron que debido al
matrimonio de éste sus ingresos como barraganas se verían mermados, y, según
costumbre, obtuvieron dotes que fueron destinadas al rescate de Rodrigo, quien
saldría de Argel el 24 de agosto de 1577, fracasado otro intento de fuga de
Miguel, y los hermanos se despidieron, salvando este último la vida de la
ejecución debido a que su dueño lo consideraba un «hombre principal».
El
tercer intento fue mucho más dramático en sus consecuencias: Cervantes contrató
un mensajero que debía llevar una carta al gobernador español de Orán.
Interceptado, el mensajero fue condenado a muerte y empalado, mientras que al
escritor se le suspendieron los dos mil azotes a los que se le había condenado
y que equivalían a la muerte. Una vez más, la presunción de riqueza le permitió
conservar la vida y alargó su cautiverio. Esto sucedía a principios de 1578.
Finalmente, un año y medio más tarde, Cervantes planeó una fuga en compañía de
un renegado de Granada, el licenciado Girón. Delatados por un tal Blanco de
Paz, Cervantes fue encadenado y encerrado durante cinco meses en la prisión de
moros convictos de Argel. Tuvo un nuevo dueño, el rey Hassán, que pidió seiscientos
ducados por su rescate. Estaba aterrado: temía un traslado a Constantinopla.
Mientras, su madre, doña Leonor, había iniciado trámites para su rescate.
Fingiéndose viuda, reunió dinero, obtuvo préstamos y garantías, se puso bajo la
advocación de dos frailes y, en septiembre de 1579, entregó al Consejo de las
Cruzadas 475 ducados. Hasta el último momento, Hassán retuvo a Cervantes,
mientras los frailes negociaban, pedían limosna para completar la cantidad y
por último, el 19 de septiembre de 1580, fue liberado y, tras un mes en que
para limpiar su nombre pleiteó contra Blanco de Paz, se embarcó para España el
24 de octubre.
Cinco
días más tarde, después de un lustro de cautiverio, Cervantes llegó a Denia y
volvió a Madrid. Tenía treinta y tres años y había pasado los últimos diez
entre la guerra y la prisión; su familia, empobrecida y endeudada con el
Consejo de las Cruzadas, reflejaba, en parte, la profunda crisis general del
imperio, que se agravaría luego de la derrota de la Armada Invencible en 1587. Al
retornar, Cervantes renunció a la carrera militar, se entusiasmó con las
perspectivas de prosperidad de los funcionarios de Indias, trató de obtener un
puesto en América y fracasó. Mientras, fruto de sus relaciones clandestinas con
una joven casada, Ana de Villafranca (o Ana de Rojas), nació una hija, Isabel,
criada por su madre y por el que aparecía como su padre putativo, Alonso
Rodríguez.
A
los treinta y siete años Cervantes se casó. Su novia, Catalina de Salazar y
Palacios, era de una familia de Esquivías, pueblo campesino de La Mancha. Tenía
sólo dieciocho años, no obstante, no parece haber sido una unión signada por el
amor. Meses antes, el escritor había acabado su primera obra importante, La
Galatea, una novela pastoril al estilo puesto en boga por la Arcadia de
Sannazaro cincuenta años atrás. El editor Blas de Robles le pagó 1.336 reales
por el manuscrito. Esta cifra nada despreciable y la buena acogida y el
relativo éxito del libro animaron a Cervantes a dedicarse a escribir comedias;
aunque sabía que mal podía competir él, todavía respetuoso de las normas
clásicas, con el nuevo modo de Lope de Vega, dueño absoluto de la escena
española. Las dos primeras (La comedia de la confusión y Tratado
de Constantinopla y muerte de Selim, escritas hacia 1585 y desaparecidas
ambas) obtuvieron relativo éxito en sus representaciones, pero Cervantes fue
vencido por el vendaval lopesco y, a pesar de las veinte o treinta obras (de
las que sólo conocemos nueve títulos y dos textos, Los
tratos de Argel y Numancia),
alrededor de 1600 había dejado de escribir comedias, actividad que retomaría al
fin de sus días.
Entre
1585 y 1600 Cervantes fijó su residencia en Esquivías, pero solía visitar
Madrid solo y, allí, alternaba con los escritores de su tiempo, leía sus obras
y mantenía una permanente querella con Lope de Vega. En 1587 ingresó en la
Academia Imitatoria, primer círculo literario madrileño, y ese mismo año fue
designado comisario real de abastos (recaudador de especies) para la Armada
Invencible. También este destino le fue adverso: en Écija se enfrentó con la
Iglesia por su excesivo celo recaudatorio y fue excomulgado; en Castro del Río
fue encarcelado, en 1592, acusado de vender parte del trigo requisado, hasta
que, al morir su madre en 1594, abandonó Andalucía y volvió a Madrid. Pero sus
penurias económicas siguieron acompañándole. Nombrado recaudador de impuestos,
quebró el banquero a quien había entregado importantes sumas y Cervantes dio
con sus huesos en la prisión, esta vez en la de Sevilla, donde permaneció cinco
meses. En esta época de extrema carencia comenzó probablemente la redacción del
Quijote. Entre 1604 y 1606, la familia de Cervantes, su esposa, sus hermanas de
tan dudosa reputación y su aguerrida hija natural, así como sus sobrinas,
siguieron a la corte a Valladolid, hasta que el rey Felipe III ordenó el
retorno a Madrid.
Pero
en 1605, a principios de año, apareció en Madrid El
ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Su autor era por entonces
hombre enjuto, delgado, de cincuenta y ocho años, tolerante con su turbulenta
familia, poco hábil para ganar dinero, pusilánime en tiempos de paz y decidido
en los de guerra. La fama fue inmediata, pero los efectos económicos apenas se
hicieron notar. Cuando, en junio de 1605, toda la familia Cervantes, con el
escritor a la cabeza, fue a la cárcel por unas horas a causa de un turbio
asunto que sólo tangencialmente les tocaba (la muerte de un caballero asistido
por las mujeres de la familia, ocurrida tras ser herido aquél a las puertas de
la casa), don Quijote y Sancho ya pertenecían al acervo popular. Su autor,
mientras tanto, seguía pasando estrecheces. No le ofreció respiro ni siquiera
la vida literaria: animado por el éxito del Quijote, ingresó en 1609 en la
Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento, a la que también pertenecían
Lope de Vega y Quevedo. Era ésta costumbre de la época, que ofrecía a Cervantes
la oportunidad de obtener algún protectorado. En aquel mismo año se firmó el
decreto de expulsión de los moriscos y se acentuó el endurecimiento de la vida
social española sometida al rigor inquisitorial. Cervantes saludó la expulsión
con alegría, mientras su hermana Magdalena ingresaba en una orden religiosa.
Fueron años de redacción de testamentos y contiendas sórdidas: Magdalena había
excluido del suyo a Isabel en favor de otra sobrina, Constanza, y Cervantes
renunció a su parte de la finca de su hermano también en favor de aquélla,
dejando fuera a su propia hija, enzarzada en un pleito interminable con el
propietario de la casa en la que vivía y en el que Cervantes se había visto
obligado a declarar a favor de su hija.
A
pesar de no conseguir siquiera (como tampoco lo logró Góngora) ser incluido en
el séquito de su mecenas el nuevo virrey de Nápoles, el conde de Lemos, quien,
sin embargo, le daba muestras concretas de su favor, Cervantes escribió a un
ritmo imparable: las Novelas ejemplares, que aparecieron en 1613; el Viaje al
Parnaso, en verso, 1614. Ese mismo año lo sorprendió la aparición, en
Tarragona, de una segunda parte del Quijote, por un tal Avellaneda, que se
proclamó auténtica continuación de las aventuras del hidalgo. Así, enfermo y
urgido, mientras impulsaba la aparición de las Ocho
comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615),
acabó la segunda parte del Quijote, que aparecería en el curso del mismo año.
A
principios de 1616 estaba terminando su novela de aventuras en estilo
bizantino, Los
trabajos de Persiles y Segismunda; el 19 de abril recibió la extremaunción
y al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, ofrenda que ha
sido considerada como exquisita muestra de su genio y conmovedora expresión
autobiográfica: «Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo
es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la
vida sobre el deseo que tengo de vivir...».
Unos
meses antes de su muerte, Cervantes tuvo una recompensa moral por sus penurias
e infortunios económicos: uno de los censores, el licenciado Marques Torres, le
envió una recomendación en la que relataba una conversación mantenida en
febrero de 1615 con notables caballeros del séquito del embajador francés ante
la corte Mariela: «Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y
cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a
que uno respondió estas formales palabras: "Pues ¿a tal hombre no le tiene
España muy rico y sustentado del erario público?". Acudió otro de aquellos
caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza: "Si necesidad le ha
de obligar a escribir, plaga a Dios que nunca tenga abundancia, para que con
sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo"».
En
efecto, ya circulaban traducciones al inglés y al francés desde 1612, y puede
decirse que Cervantes supo que con el Quijote creaba una forma literaria nueva.
Supo también que introducía el género de la novela corta en castellano con sus Novelas
ejemplares y
sin duda adivinaba los ilimitados alcances de la pareja de personajes que había
concebido. Sus contemporáneos, si bien reconocieron la viveza de su ingenio, no
vislumbraron la profundidad del descubrimiento del Quijote, fundación misma de
la novela moderna.
Así,
entre el 22 y el 23 de abril de 1616 murió en su casa de Madrid, asistido por
su esposa y una de sus sobrinas; envuelto en su hábito franciscano y con el
rostro sin cubrir, fue enterrado en el convento de las trinitarias descalzas,
en la entonces llamada calle de Cantarranas. Hoy se desconoce la localización
exacta de su tumba.
Las
fuentes del arte de Cervantes como novelista son complejas: por un lado, don
Quijote y Sancho son parodia de los caballeros andantes y sus escuderos; por
otro, en ellos mismos se exalta la fidelidad al honor y a la lucha por los
débiles. En el Quijote confluyen, pues, realismo y fantasía, meditación y
reflexión sobre la literatura: los personajes discuten sobre su propia entidad
de personajes mientras las fronteras entre delirio y razón y entre ficción y
realidad se borran una y otra vez. Pero el derrotero de Cervantes, que acompañó
tanto las glorias imperiales de Lepanto como las derrotas de la Invencible ante
las costas de Inglaterra, sólo conoció los sinsabores de la pobreza y las
zozobras ante el poder. Al revés que su personaje, él no pudo escapar nunca de
su destino de hidalgo, soldado y pobre.
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