Conocí al hombre que sería mi marido cuando llegó a nuestro
pueblo, supe por otras voces que era farmacéutico, con intensiones de radicarse
para ejercer su profesión y comercio entre nosotros. En sí el pueblo no es gran
cosa, nunca me quedó claro qué le vio ni lo que buscaba, lo único que se destaca
es la doble avenida que lo cruza a lo largo como una cesárea, seis calles
atraviesan esa avenidas y nada más. La vida, si se desea llamarla así,
pueblerina cultural, política y religiosa estaba emplazada en los alrededores de
la única plaza. La iglesia, el banco provincial, la escuela primaria manejada
por monjas, la municipalidad, la comisaría, el cuartel de bomberos voluntarios,
un supermercado, un par de casas de ventas de ropas, un viejo cine, una estación
de servicio, la empresa cooperativa distribuidora del servicio eléctrico, del
gas, el agua y muy poco más. A las 10 de la noche, los siete días de la semana,
el pueblo duerme, sus ritos religiosos se cumplen, si o si, los fines de semana
en donde no faltaban las extensas procesiones.
Mis padres, ya ancianos por entonces, se pusieron felices
cuando supieron que su única hija era frecuentada por el joven profesional
dedicado al comercio de los remedios y chupetes gracias a su título
universitario. Mi experiencia en amoríos era bien poca o casi nula, incluso
llegué a los 30 años virgen no por falta de oportunidad sino de alguien que
despertara en mi interés por perderla; lo cierto que pronto caí a cuenta que el
joven profesional tenía un limitado universo en su lenguaje el cual se reducía
al comercio farmacológico, enfermedades y sus consecuencias, y no más. Eso sí se
preocupaba por sus manos, la prolijidad de su aspecto en general, de sus camisas
limpias y bien planchadas, el largo de sus cabellos, y las inoportunas
apariciones de acné en su rostro siempre tan delicado y lampiño; disimulaba mal
sus movimientos afeminados, sobre todo al cruzar las piernas al sentarse. Cuando
hablábamos de antiguos amores ninguno de los dos teníamos mucho que decir, yo
porque ningún merecía ser recordado y él porque en su única experiencia amorosa
era alguno de quien nunca hablaría pero me confesaría que sufría mucho por un
amor reciente.
Nos casamos un jueves, fuimos de luna de miel a la capital de
provincia, estuvimos una semana, recién entonces perdí mis virginidades. Desde
entonces siempre hicimos el amor de la misma manera, esto es, una felacio, unas
mamadas de pechos para que masturbara y así alcanzara mi orgasmo, una
penetración vaginal y luego anal donde él se descargaba siempre. Otra costumbre
que se radicó entre nosotros fue dormir en cama separadas, primero en el mismo
cuarto, después en habitaciones separadas. Este fue nuestro mayor secreto; ni
mis padres lo hicieron semejante cosa, pero bueno, cada hogar es un mundo.
Mi vida social cambio, por supuesto, pero no mucho, yo
colaboraba con la atención de la farmacia que alternaba con la de la casa, ambos
mundos funcionaban en el mismo inmueble y sólo los separaba una puerta
disimulada en uno de los lados. En cambio mi vida sexual continuó siendo tan
pobre como siempre, apenas si notaba la diferencia con respecto a mi pasado de
soltera, con el correr del tiempo nuestras sesiones de sexos se fueron
distanciando, alcanzando casi el mes sin tocarnos. Por lo general era yo quien
tomaba la iniciativa al visitarlo en su cuarto, nos dábamos unos besos previos,
mutuas sesiones de sexo oral, me masturbaba para alcanzar mi orgasmo seguíamos
con unas penetraciones rápidas con eyaculaciones casi instantáneas antes que
quedarse dormido sin esperar que me fuera de su cama.
Mis amigas tenían cara de cierta felicidad en cambio en la mía
fue acentuándose la tristeza cuyos sentimientos estaban acompañados por
desasosiego, aburrimientos, insomnios prolongados y un irrefrenable deseo de
llorar; de noche me despertaba en la madrugada para llorar en silencio,
mordiendo la almohada para no despertar a mi esposo. Para colmo la
insignificancia del pueblo era tal que ni empresa de televisión por cable
existía y mi marido, que se negaba a todo aquello que pudiera traerle el
recuerdo de su antigua vida citadina, se negaba de manera sistemática a la
instalación de televisión satelital con lo cual hubiera acompañado aquellas
monstruosas noches de insomnio.
La crueldad de la paradoja se traducía en la facilidad conque
mi esposo se dormía, llegando incluso a roncar como una verdadera bestia en su
cama que por entonces habíamos instalado en una habitación contigua a la mía.
Sin decir nada al respecto pero como un acuerdo mutuo solíamos cerrar, cada uno,
la puerta de nuestras habitaciones para que yo pudiera dormir sin ser molestada
por los ronquidos. Una noche de tantas sin pegar un ojo, me sobresaltó el
ladrido de un perro, por lo general los perros ladran y punto pero aquel lo
hacía con tanto énfasis que despertó en mi la curiosidad. Me levanté sin hacer
ruido, me calcé mis sandalias de noche y vestida con mi camisón de raso y color
miel que me llegaba hasta las pantorrillas me asome por la ventana de nuestro
comedor ya que la farmacia ocupaba todo el frente de la casa. Abrí una de las
hojas de la ventana que me permitía asomarme al jardín sin necesidad de usar la
puerta, como siempre me asomé para poder mirar mejor hacia la calle, como no
escuchaba nada ni muchos menos veía algo me acerqué, caminando entre las
plantas, hasta las rejas de acero con la única intensión de espiar con más
detalles lo que estaba pasando. Fue cuando escuche voces, eran dos jóvenes que
venían hablando entre sí, uno de ellos era la del hijo de nuestro vecino que
estaba estudiando en la Universidad y que por esos días visitaba a sus
familiares, al otro no lo conocía. En silencio retrocedí hasta ocultarme detrás
de las cortinas sin cerrar la ventana, me quede quieta entre las plantas,
inmóvil, mirándolos mientras pasaban frente a nuestro jardín.
-Y acá vive el farmacéutico - dijo el hijo del vecino.
-¿El que tiene una esposa que está muy buena?
-Si, está muy buena, tanto que nunca nadie se ha explicado que
mierda hace con un marica como el que tiene por marido.
-¿Marica? - preguntó el otro tan sorprendido como yo - ¿Se la
come el tipo?
-Eso se dice – respondió el otro- viste como son los pueblos,
mientras más pequeños mayor es su infierno, pero lo han visto en cosas
raras...
-¿Y la mujer sabe?
El hijo del vecino suspiro antes de responder.
-Andá a saber.
-¿Pero está buena, verdad?
-¡Uhhh! No sólo es linda, media rubia, alta, delgada, sino que
tiene un culo redondito y firme, buen par de piernas...
-¿Y las tetas?
-Bueno, ese es su punto flojo... - me toqué de inmediato mis
pechos para comprobar el tamaño - ...pero tiene otros a favor, es simpática,
tiene una sonrisa hermosa y una cara de mal cogida que ni te cuento.
Ambos sonrieron, el amigo se llevó la mano a su bulto antes de
decir:
-Mañana podríamos venir a verla.
-Si es por verla podemos hacerlo ahora...
-¿En serio?
-Si, ella es la que atiende en la noche, el marido duerme en
cambio ella se queda levantada y atiende la farmacia de noche, no te olvides que
la única en el pueblo y en muchos kilómetros a la redonda, así que si o si están
obligados a atender.
El otro soltó una risa picara. Decidido fue a tocar el timbre
pero el hijo del vecino se lo impidió.
-¿Qué haces? ¿Estás loco?
-¿No decís, acaso, que está obligados a atender a toda hora?
¿En qué quedamos?
-Sí, una emergencia no una estupidez.
-Bueno, lo mío es una emergencia – forcejeó con el otro para
tocar el timbre – hace más de una semana que no pruebo carne de mujer.
-Si, de acuerdo, pero podes hacerlo mañana.
-Mañana será otro día, yo quiero ahora.
Y tocó el timbre. En absoluto silencio volví al comedor de la
casa, luego fui a la farmacia tal como estaba vestida, de haber sido una noche
normal me hubiera puesto algo encima pero por muchas razones creí conveniente
atender a aquel joven osado en camisón. Fui hasta la puerta y por la ventanita
lateral, descubrí que el hijo del vecino se había esfumado, tal vez muerto de
vergüenza o con la actitud cómplice de aquel que sabe que su amigo va a tratar
de seducir a una mujer. Le pregunté que deseaba, fingiendo afonía dijo algo que
no entendí, pero como estaba al tanto de sus intensiones hice algo que nunca
había hecho en toda mi vida de esposa de farmacéutica durante la noche, o sea,
abrí la farmacia.
-Adelante.
Sonrío con amabilidad, entró y no bien lo hizo cerré otra vez
con llave. Era un chico alto, cabello largo, de lejos se notaba que era mundano,
una mirada pícara en sus ojos, una sonrisa muy bella. Se tocó la garganta
mientras se acercaba a mí para pedirme pastillas de menta, fui hasta el
mostrador, seguida muy de cerca, pude comprobar por los espejos que teníamos en
las estanterías que me miraba el culo.
Puse dos marcas de paquetitos de mentas de distintos precios
pero muy económicos, por supuesto eligió el de menor precio aunque yo estaba
dispuesta, a esas alturas, a regalárselas. No tenía la certeza si por la
frescura propia de la noche o la excitación que me provocaba aquel chico mis
pezones se habían endurecido y él no tardó en percatarse de ello.
-Veo que por mi culpa tenés frío.
Fui a disculparlo, pero él no esperaba eso de mí.
-Se te han parado los pezones...
Me miré y en efecto, las puntas redondas se pronunciaban de tal
forma que ambas puntas levantaban la tela de mi camisón, para completar la
escena uno de mis breteles cayó por uno costado de mis brazos dejando, casi,
desnudo mi pecho derecho. Fui a ponerlo en su lugar pero me lo impidió, fingí
horrorizarme pero en realidad me sentía muy conmocionada por aquel joven y no
deseaba otra cosa que entregarme a él. Le pedí que se marchara, sonriendo dijo
que no, sin dejar de mirarme a los ojos corrió su mano por encima de mi brazo,
del hombro, rodeó mi pecho y de inmediato hizo que apareciera en todo su
esplendor, cosa que aprovechó para acariciar el pezón con sus yemas, como si los
pellizcara. Abrí la boca para soltar un suspiro, casi al instante su otra mano
hizo lo mismo con mi otro pecho, la visión, y sobre todo el tacto, de mis tetas
desnudas en manos de otro hombre que no fuera mi marido dio riendas sueltas a mi
desenfreno.
Tomé con mis manos su nuca y lo besé, él respondió con más
énfasis a ese beso, el paso siguiente estaba cantado pero no podía introducirlo
en la casa, en mi cama que es donde más lo deseaba. Si lo pensaba un solo
segundo no hubiera dado el paso que di, así que tome su mano y casi lo arrastre
al otro lado del mostrador, al pasar por la llave general de luz la apagué. La
farmacia quedó iluminada con la luz anaranjada de la calle, volvimos a besarnos,
mientras tanto mi camisón cayó a mis pies. Nos besábamos con desesperación, al
menos así lo hacía yo en tanto nuestras manos nos prodigaban mutas caricias en
nuestros cuerpos, cuando sus manos se hundieron bajo mis bragas creí que iba a
infartarme ahí mismo
Lo que yo tardé en quitarme mis bragas él lo hizo con sus
ropas, ya desnudos volvimos a abrazarnos y a darnos esos riquísimos e intensos
besos donde nuestras lenguas se enredaban entre sí y su hermosa erección se
aplastaba contra mi vientre. Nos fuimos corriendo hasta llegar detrás de la
caja, ahí mi esposo tenía una silla de plástico, color blanca, que solía ocupar
para leer o escuchar música mientras esperaba los clientes. Hice que se sentara
y antes que me lo pidiera me arrodillé para devorarme su virilidad endurecida
hasta los pelos. Tampoco jamás dudé que me tragaría toda su producción de
esperma cuando sobreviniera, así fue como pasado un tiempo sin medida explotó en
mi boca, asegurándose que sintiera el salobre y tibio gusto de su hombría; sólo
hizo que lo soltara cuando la flacidez era irreversible.
Mientras me acomodaba en la silla y él ocupaba mi lugar entre
mis piernas eché una ojeada a la puerta que comunicaba la farmacia con la casa;
nada. Yo deseaba que chupara mis pechos, que su lengua acariciara mis pezones
pero hizo caso omiso a mis silenciosos gestos. Besó mi cuello, entre mis tetas,
mi panza, mi ombligo, mi pubis, hizo que separara las piernas y un minuto
después de eso tuve que tragarme mis propios aullidos de placer para no
despertar, no sólo a mi marido, sino a toda la manzana.
Con mi marido teníamos ese tipo de prácticas pero aquello no
podía compararse, su lengua parecía imbatible, poseía una agilidad prodigiosa en
esos menesteres orales, tanto que no hizo más que apurar mis intensos orgasmos.
Cuarenta años de vida y era la primera vez que vivía algo tan intenso, tomar
consciencia de eso me hizo llorar; el chico pensó que de felicidad pero yo sabía
que de pena por tantos años desperdiciados.
No tardé en cederle mi lugar en la silla para después sentarme
en su falda, sintiendo que su renovada erección se enterraba dentro de mí.
Ayudada por sus manos que me impulsaban desde mis nalgas y yo con la punta de
mis pies dejé que ese chico, al que casi le llevaba veinte años, se moviera a
gusto dentro de mí. Cada vez que sentía que iba a eyacular me detenía lo
suficiente para ayudarlo a superar el momento y después, con renovado vigor,
volvía a cabalgarlo. Tampoco me importó que me acabara adentro, que me inundara
con su leche, nunca deseé tanto como esa noche quedar embarazada. ¡Ay, dios,
aquello si que era delicioso y mucho mas gratificante que todas las procesiones
juntas hasta el Vaticano! ¡Por favor como se movía ese chico! La sacaba casi
toda y luego me la enterraba completo mientras tanto, con sus dedos acariciaba
el clítoris. Si digo que en ese momento me quedó clara la sensación de ser una
represa que estalla y derrama el agua, río abajo, con tanta intensidad que
inunda pueblos enteros a su paso no miento.
Volví a tener un orgasmo apocalíptico, después de eso explotó
bien adentro y al sentir que lo había hecho mi excitación aumentó su magnitud.
Más que gozar su cuerpo sentí un auténtico deseo de felicidad de haber hecho que
ese chico me gozara y que me lo demostrara soltando sus chorros blancos mientras
me besaba, acariciaba mis hombros o espalda; no he vuelto a sentir tanto placer
como haber el que le di a ese joven. Nos quedamos así, abrazado uno contra el
otro, volví a mirar hacia la puerta si esta permancía abierta, cosa que no me
importa en lo absoluto si mi marido me miraba o no.
Mientras recuperábamos el aliento nos contamos algo de nuestras
vidas en tanto no dejaba de juguetear con su flácido sexo, de correrle la piel
para desnudarle el glande y esas cosas. No hizo falta que nos dijéramos nada,
cuando la tuvo dura otra vez, me levanté con intensión de apoyar mis codos en el
mostrador y así ofrecerle el culo; en ese momento escuchamos un extraño ruido
cosa que hizo que quedáramos petrificado. Lo primero que hice fue mirar si la
puerta seguía cerrada y al parecer sí. El chico me miraba mientras yo le hacía
un evidente gesto que se quedara quieto y no hablara, pasado un momento donde el
silencio era lo que predominaba tomé mi camisón, me lo puse, hice lo mismo con
mis bragas, fui hasta la puerta, antes de abrirla miré al chico que seguía
parado, desnudo, cerca de la caja. Los números de la hora de la registradora
manchaban de verde su desnudez juvenil. Abrí, me asomé, luego di unos pasos en
el comedor aguardando aquello que la oscuridad podía ofrecerme. Pero no, nada;
más animada fui hasta el cuarto de mi marido, me asomé y este dormía aunque no
roncaba. Volví de nuevo donde estaba mi joven amante pero toda la magia ya había
desaparecido, lo ví vestirse mientras nos despedíamos, le abrí y luego se alejó
no sin antes darme un corto besos en mis labios.
Fui al baño, después de eso regresé a mi cuarto y cuando me
disponía a acostarme sonó de nuevo el timbre de la farmacia. Como si tuviera un
resorte me levanté, como estaba salí convencida que mi joven amante había
olvidado algo y deseaba recuperarlo. En el umbral del pasillo vi la figura de mi
marido que regresaba de la cocina.
-¿Quién será a esta hora?
-No... No sé – fue mi respuesta cargada de nervios.
-Volvé a la cama, voy a ver.
Me quedé quieta en mi lugar, no deseaba para nada que mi marido
fuera a la farmacia para que encontrara alguna prueba de mi infidelidad.
-¿No te dije que volvieras a la cama? – insistio con evidente
muestra de enojo.
Por supuesto que lo hice, no bien escuché que abría la puerta
del comedor que comunicaba con la farmacia di unos cuantos saltos para poder
espiar. Era él, mi amante, otra vez fingía ronquera y pedía un paquete de
pastillas, mi marido le recriminó que llamara por unas pastillas que bien podían
esperar unas horas, pues ya amanecía. Lo atendió por la ventanita, de mala ganas
le dio los caramelos, le cobró el doble para luego despedirlo de malas
ganas.
Fui hasta el ventanal que daba al jardín, por donde me había
asomado, lo ví a mi chico tirar el paquete de pastillas a un costado y seguir su
camino. Regresé a la cama, fingí dormir cuando apareció mi marido, desde el
umbral de la habitación me dijo:
-Era un imbécil que quería pastillas para la garganta – hizo
una pausa para ver mi reacción – se ve que anduvo sacándose la ropa por ahí para
revolcarse con una vieja puta que se quejaría de mal cogida y el frío de la zona
le hizo mal a la garganta ¿no te parece?
No le consteste, unas lágrimas rodaron por mi mejilla. Se alejó
riendo a su habitación; nunca mencionamos este incidente, ambos fingimos que
nunca existió.-
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