Para la historia
de la civilización antigua las hazañas de Alejandro Magno supusieron un
torbellino de tales proporciones que aún hoy se puede hablar sin paliativos de
un antes y un después de su paso por el mundo. Y aunque su legado providencial
(la extensión de la cultura helénica hasta los confines más remotos) se vio
favorecido por todo un abanico de circunstancias favorables que reseñan
puntualmente los historiadores, su biografía es en verdad una auténtica
epopeya, la manifestación en el tiempo de las fantásticas visiones homéricas y
el vivo ejemplo de cómo algunos hombres descuellan sobre sus contemporáneos
para alimentar incesantemente la imaginación de las generaciones venideras.
Hacia la segunda
mitad del siglo IV a.C., un pequeño territorio del norte de Grecia,
menospreciado por los altivos atenienses y tachado de bárbaro, inició su
fulgurante expansión bajo la égida de un militar de genio: Filipo II, rey de
Macedonia. La clave de sus éxitos bélicos fue el perfeccionamiento del
"orden de batalla oblicuo", experimentado con anterioridad por
Epaminondas. Consistía en disponer la caballería en el ala atacante, pero sobre
todo en dotar de movilidad, reduciendo el número de filas, a las falanges de
infantería, que hasta entonces sólo podían maniobrar en una dirección. La
célebre falange macedónica estaba formada por hileras de dieciséis hombres en
fondo con casco y escudo de hierro, y una lanza llamada sarissa.
Alejandro nació
en Pela, capital de la antigua comarca macedónica de Pelagonia, en octubre del
356 a.C. Ese año proporcionó numerosas felicidades a la ambiciosa comunidad
macedonia: uno de sus más reputados generales, Parmenión, venció a los ilirios;
uno de sus jinetes resultó vencedor en los Juegos celebrados en Olimpia; y
Filipo tuvo a su hijo Alejandro, que en su imponente trayectoria guerrera jamás
conocería la derrota.
Quiere la
leyenda que, el mismo día en que nació Alejandro, un extravagante pirómano incendiase
una de las Siete Maravillas del Mundo, el templo de Artemisa en Éfeso,
aprovechando la ausencia de la diosa, que había acudido a tutelar el nacimiento
del príncipe. Cuando fue detenido, confesó que lo había hecho para que su
nombre pasara a la historia. Las autoridades lo ejecutaron, ordenaron que
desapareciese hasta el más recóndito testimonio de su paso por el mundo y
prohibieron que nadie pronunciase jamás su nombre. Pero más de dos mil años
después todavía se recuerda la infame tropelía del perturbado Eróstrato, y los
sacerdotes de Éfeso, según la leyenda, vieron en la catástrofe el símbolo
inequívoco de que alguien, en alguna parte del mundo, acababa de nacer para
reinar sobre todo el Oriente. Según otra descripción, la de Plutarco, su
nacimiento ocurrió durante una noche de vientos huracanados, que los augures
interpretaron como el anuncio de Júpiter de que su existencia sería gloriosa.
Nacido
para conquistar
Predestinado por
dioses y oráculos a gobernar a la vez dos imperios, la confirmación de ese
destino excepcional parece hoy más atribuible a su propia y peculiar realidad.
Nieto e hijo de reyes en una época en que la aristocracia estaba integrada por
guerreros y conquistadores, fue preparado para ello desde que vio la luz.
En el momento de
nacer, su padre, Filipo II, general del ejército y flamante rey de Macedonia, a
cuyo trono había accedido meses antes, se encontraba lejos de Pela, en la
península Calcídica, celebrando con sus soldados la rendición de la colonia
griega de Potidea. Al recibir la noticia, lleno de júbilo, envió en seguida a
Atenas una carta dirigida a Aristóteles, en la que le participaba el hecho y
agradecía a los dioses que su hijo hubiera nacido en su época (la del
filósofo), y le transmitía la esperanza de que un día llegase a ser discípulo
suyo. La reina Olimpias de Macedonia, su madre, era la hija de Neoptolomeo, rey
de Molosia, y, como su padre, decidida y violenta. Vigiló de cerca la educación
de sus hijos (pronto nacería Cleopatra, hermana de Alejandro) e imbuyó en ellos
su propia ambición.
El príncipe tuvo
primero en Lisímaco y luego en Leónidas dos severos pedagogos que sometieron su
infancia a una rigurosa disciplina. Nada superfluo. Nada frívolo. Nada que
indujese a la sensualidad. De natural irritable y emocional, esa austeridad
convino, al parecer, a su carácter, y adquirió un perfecto dominio de sí mismo
y de sus actos.
Cuando, al
cumplir los doce años, el rey, alejado hasta entonces de su lado debido a sus
constantes campañas militares, decidió dedicarse personalmente a su educación,
se maravilló de encontrarse frente a un niño inteligente y valeroso, lleno de
criterio, extraordinariamente dotado e interesado por cuanto ocurría a su
alrededor. Era el momento justo de encargarle a Aristóteles la educación de su
hijo. A partir de los trece años y hasta pasados los diecisiete, el príncipe
prácticamente convivió con el filósofo. Estudió gramática, geometría, filosofía
y, en especial, ética y política, aunque en este sentido el futuro rey no
seguiría las concepciones de su preceptor. Con los años, confesaría que
Aristóteles le enseñó a «vivir dignamente»; siempre sintió por el pensador
ateniense una sincera gratitud.
Aristóteles le
enseñó a además amar los poemas homéricos, en particular la Ilíada, que con el
tiempo se convertiría en una verdadera obsesión del Alejandro adulto. El nuevo
Aquiles fue en cierta ocasión interrogado por su maestro respecto a sus planes
para con él cuando hubiera alcanzado el poder. El prudente Alejandro contestó que
llegado el momento le daría respuesta, porque el hombre nunca puede estar
seguro del futuro. Aristóteles, lejos de alimentar suspicacias respecto a esta
reticente réplica, quedó sumamente complacido y le profetizó que sería un gran
rey.
Alejandro fue creciendo
mientras los macedonios aumentaban sus dominios y Filipo su gloria. Desde
temprana edad, su aspecto y su valor fueron parangonados con los de un león, y
cuando contaba sólo quince años, según narra Plutarco, tuvo lugar una anécdota
que anticipa su deslumbrante porvenir. Filipo quería comprar un caballo salvaje
de hermosa estampa, pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de
domarlo, de modo que había decidido renunciar a ello. Alejandro, encaprichado
con el animal, quiso tener su oportunidad de montarlo, aunque su padre no creía
que un muchacho triunfara donde los más veteranos habían fracasado. Ante el
asombro de todos, el futuro conquistador de Persia subió a lomos del que sería
su amigo inseparable durante muchos años, Bucéfalo, y galopó sobre él con
inopinada facilidad.
Sano, robusto y
de gran belleza (siempre según Plutarco), Alejandro encarnaría, a los dieciséis
y diecisiete años, el prototipo del mancebo ideal. En plena vigencia del amor
dorio, ya enriquecido por Platón con su filosofía, y descendiente él mismo de
dorios con un maestro que, a su vez, había sido durante veinte años el
discípulo predilecto de Platón, no es difícil imaginar su despertar sexual. Ya
mediante la recíproca admiración con el propio Aristóteles, ya proporcionándole
éste otros muchachos como método formativo de su espíritu, no habría sino
caracterizado, en la época y en la sociedad guerrera en que vivió, el papel
correspondiente a su edad y condición.
Si, como
sostenía Platón, este tipo de amor promovía la heroicidad, en Alejandro,
durante esos años, el despertar del héroe era inminente. A sus dieciséis años
se sentía capacitado para dirigir una guerra, y con dominio y criterio
suficientes para reinar. Pudo muy pronto probar ambas cosas. Herido su padre en
Perinto, fue llamado a sustituirlo. Era la primera vez que tomaba parte en un
combate, y su conducta fue tan brillante que lo enviaron a Macedonia en calidad
de regente. En 338 marchó con su padre hacia el sur para someter a las tribus
de Anfisa, al norte de Delfos.
Desde el año 380
a.C., un griego visionario, Isócrates, había predicado la necesidad de que se
abandonaran las luchas intestinas en la península y de que se formara una liga
panhelénica. Pero décadas después, el ateniense Demóstenes mostraba su
preocupación por las conquistas de Filipo, que se había apoderado de la costa
norte del Egeo. Demóstenes, enemigo declarado de Filipo, aprovechó el
alejamiento para inducir a los atenienses a que se armasen contra los
macedonios. Al enterarse el rey, partió con su hijo a Queronea y se batió con los
atenienses. Las gloriosas falanges tebanas, invictas desde su formación por el
genial Epaminondas, fueron completamente devastadas. Hasta el último soldado
tebano murió en la batalla de Queronea, donde el joven Alejandro capitaneaba la
caballería macedonia.
Alejandro supo
ganarse la admiración de sus soldados en esta guerra y adquirió tal popularidad
que los súbditos comentaban que Filipo seguía siendo su general, pero que su
rey ya era Alejandro. Quinto Curcio cuenta que después del triunfo en Queronea,
en donde el príncipe había dado muestras, pese a su juventud, de ser no sólo un
heroico combatiente sino también un hábil estratega, su padre lo abrazó y con
lágrimas en los ojos le dijo: «¡Hijo mío, búscate otro reino que sea digno de
ti. Macedonia es demasiado pequeña!».
Terminadas las
campañas contra tracios, ilirios y atenienses, Alejandro, Antípatro y Alcímaco
fueron nombrados delegados de Atenas para gestionar el tratado de paz. Fue
entonces cuando vio por vez primera Grecia en todo su esplendor. La Grecia que
había aprendido a amar a través de Homero. La tierra de la cual Aristóteles le
había transmitido su orgullo y su pasión. En su breve permanencia le fueron
tributados grandes honores. Allí asistió a gimnasios y palestras y se ejercitó
en el deporte del pentatlón, bajo la atenta y admirativa mirada de los adultos,
que transformaban estos centros en verdaderas «cortes de amor». Allí estuvo en
contacto directo con el arte en pleno apogeo de Praxíteles y con los momentos
preliminares de la escuela ática.
El
asesinato de Filipo
Filipo,
entretanto, había reunido bajo su autoridad a toda Grecia, con excepción de
Esparta. En el 337, a los cuarenta y cinco años, arrastraba una pasión desde su
paso por las montañas del Adriático, y no dudó en volver a Iliria en busca de
Atala, la princesa de quien se había enamorado. Después de veinte años de
matrimonio (aunque muy pocos de ellos estuvo cerca de su mujer y las
desavenencias fueron cada vez más crecientes), tampoco dudó en repudiar a
Olimpias y celebrar una nueva boda con Atala.
Alejandro, que
amaba a su madre, no soportó aquella ofensa que el rey infería a su legítima
esposa. A pesar de ello, fue obligado a asistir al banquete nupcial. Durante la
ceremonia criticó la actuación de su padre, y éste, ebrio, llegó a amenazarlo
con su espada. Indignado, herido en su amor propio, el príncipe corrió al lado
de su madre y le rogó que huyese con él. Con algunas pocas personas fieles,
madre e hijo dejaron Pela para refugiarse en el palacio de su tío Alejandro, rey
de Molosia en sucesión de su abuelo materno.
Allí vivieron
hasta que Filipo, dando muestras de arrepentimiento, prometió tributar a la
reina los honores que le correspondían. Sin embargo, aunque Olimpias accedió,
es muy posible que ya conspirara con Pausanias para la perpetración de su
venganza contra Filipo y la cristalización de sus ambiciones de regencia. Pocas
semanas después (era ya la primavera del año 336) regresaron todos a Epiro,
incluido Filipo. Se celebraba la boda de su hija Cleopatra con Alejandro de
Molosia, tío de la novia. Durante la procesión nupcial, Filipo II fue asesinado
por Pausanias.
Parece claro que
Olimpias participó (acaso fue la mentora) en el asesinato del rey. Pero
Alejandro, ¿fue ajeno? A sus veinte años se hacía con el reino de Macedonia:
casi un designio divino para comenzar por fin la vida de gloria a la que se
sentía destinado. Y en seguida puso manos a la obra. En primer término (aquí
Quinto Curcio Rufo dice que «dio castigo, por él mismo, a los asesinos de su
padre», pero no parece fiable), hizo eliminar a todos aquellos que pudieran
oponérsele. No había acabado el año 336 cuando en la asamblea popular de
Corinto se hizo designar «Generalísimo de los ejércitos griegos».
Rey
de Macedonia
Al comenzar el
año 335, el levantamiento de Tracia e Iliria le exigió una breve campaña
durante la cual consiguió la conquista y sumisión de ambas regiones. No acababa
de regresar a su reino cuando la sublevación de los tebanos, unida a la de los
atenienses, tras correr el rumor de su muerte en Icaria, demandaron una nueva y
urgente batalla para impedir la total coalición.
Pero el sitio de
Tebas no fue fácil; Tracia e Iliria habían sido, en comparación, un juego de
niños. Ante la resistencia de la ciudad, Alejandro decidió tomarla por asalto.
Pasó a cuchillo, de uno en uno, a más de seis mil ciudadanos, redujo a
esclavitud a una guarnición compuesta por treinta mil soldados y ordenó la
total demolición de la ciudad, aunque, en un acto más que elocuente de su respeto
por el arte y la cultura, ordenó salvar del derribo la casa en que había vivido
Píndaro, el poeta griego de Cinocéfalos, que cantó con gran belleza lírica a
los atletas en sus Epinicios (o «cantos de la palestra deportiva») y que se
contaba entre sus poetas favoritos. Atenas se sometió sin resistirse.
Al regresar a
Macedonia, trabajó en la preparación de la guerra contra el Imperio persa,
guerra comenzada por su padre (para quien había sido el sueño de toda su vida),
y que se vio interrumpida tras su muerte. Es posible que entre los meses
finales de 335 hasta la primavera de 334 hubiera realizado distintos viajes a
Epiro y Atenas. En Epiro reinaba su hermana Cleopatra, la reina de Molosia,
quien contó con su consejo. En Atenas Lisipo, el escultor de Sicione y amigo de
Alejandro, hizo de él varios bustos, algunos de los cuales podrían datar de esa
época.
La
conquista del Imperio persa
Mientras
preparaba su partida hacia Persia le comunicaron que la estatua de Orfeo, el
tañedor de lira, sudaba, y Alejandro consultó a un adivino para averiguar el
sentido de esta premonición. El augur le pronosticó un gran éxito en su
empresa, porque la divinidad manifestaba con este signo que para los poetas del
futuro resultaría arduo cantar sus hazañas. Después de encomendar a su general
Antípatro que conservara Grecia en paz, en la primavera del año 334 a.C. cruzó
el Helesponto con treinta y siete mil hombres dispuestos a vengar las ofensas
infligidas por los persas a su patria en el pasado. No regresaría jamás.
Alejandro ocupó Tesalia y declaró a las autoridades locales que el pueblo
tesalo quedaría para siempre libre de impuestos. Juró también que, como
Aquiles, acompañaría a sus soldados a tantas batallas como fueran necesarias
para engrandecer y glorificar a la nación.
Cuando llegaron a Corinto, Alejandro
sintió deseos de conocer a Diógenes, el gran filósofo, famoso por su proverbial
desprecio por la riqueza y las convenciones, quien, aunque rondaba los ochenta
años, conservaba sus facultades intelectuales. Sentado bajo un cobertizo,
calentándose al sol, Diógenes miró al rey con total indiferencia. Según
Plutarco, cuando el monarca le dijo: «Soy Alejandro, el rey», Diógenes le
contestó: «Y yo soy Diógenes, el Cínico». «¿Puedo hacer algo por ti?», le
preguntó Alejandro, y el filósofo respondió: «Sí, puedes hacerme la merced de
marcharte, porque con tu sombra me estás quitando el sol». Más tarde el rey
diría a sus amigos: «Si no fuese Alejandro, quisiera ser Diógenes».
Tiempo después,
otra anécdota singular ofrece un nuevo diálogo legendario, pero esta vez con
Diónides, pirata famoso entre los carios, los tirrenos y los griegos, quien,
capturado y conducido a su presencia, no se arredró ante la amonestación del
rey cuando éste le dijo: «¿Con qué derecho saqueas los mares?» Diónides le
respondió: «Con el mismo con que tú saqueas la tierra»; «Pero yo soy un rey y
tú sólo eres un pirata». «Los dos tenemos el mismo oficio -contestó Diónides-.
Si los dioses hubiesen hecho de mí un rey y de ti un pirata, yo sería quizá
mejor soberano que tú, mientras que tú no serías jamás un pirata hábil y sin
prejuicios como lo soy yo.» Dicen que Alejandro, por toda respuesta, lo
perdonó.
En junio de 334
logró la victoria del Gránico, sobre los sátrapas persas. En la fragorosa y
cruenta batalla Alejandro estuvo a punto de perecer, y sólo la oportuna ayuda
en el último momento de su general Clito le salvó la vida. Conquistada también
Halicarnaso, se dirigió hacia Frigia, pero antes, a su paso por Éfeso, pudo
conocer al célebre Apeles, quien se convertiría en su pintor particular y
exclusivo. Apeles vivió en la corte hasta la muerte de Alejandro.
A comienzos de
333, Alejandro llegó con su ejército a Gordión, ciudad que fuera corte del
legendario rey Midas e importante puesto comercial entre Jonia y Persia. Allí
los gordianos plantearon al invasor un dilema en apariencia irresoluble. Un
intrincado nudo ataba el yugo al carro de Gordio, rey de Frigia, y desde
antiguo se afirmaba que quien fuera capaz de deshacerlo dominaría el mundo.
Todos habían fracasado hasta entonces, pero el intrépido Alejandro no pudo
sustraerse a la tentación de desentrañar el acertijo. De un certero y violento
golpe ejecutado con el filo de su espada, cortó la cuerda, y luego comentó con
sorna: "Era así de sencillo." Alejandro afirmó así sus pretensiones
de dominio universal.
Cruzó el Taurus,
franqueó Cilicia y, en otoño del año 333 a.C., tuvo lugar en la llanura de
Issos la gran batalla contra Darío, rey de Persia. Antes del enfrentamiento
arengó a sus tropas, temerosas por la abultada superioridad numérica del
enemigo. Alejandro confiaba en la victoria porque estaba convencido de que nada
podían las muchedumbres contra la inteligencia, y de que un golpe de audacia
vendría a decantar la balanza del lado de los griegos. Cuando el resultado de
la contienda era todavía incierto, el cobarde Darío huyó, abandonando a sus
hombres a la catástrofe. Las ciudades fueron saqueadas y la mujer y las hijas
del rey fueron apresadas como rehenes, de modo que Darío se vio obligado a
presentar a Alejandro unas condiciones de paz extraordinariamente ventajosas
para el victorioso macedonio. Le concedía la parte occidental de su imperio y
la más hermosa de sus hijas como esposa. Al noble Parmenión le pareció una
oferta satisfactoria, y aconsejó a su jefe: "Si yo fuera Alejandro,
aceptaría." A lo cual éste replicó: "Y yo también si fuera
Parmenión."
Alejandro
ambicionaba dominar toda Persia y no podía conformarse con ese honroso tratado.
Para ello debía hacerse con el control del Mediterráneo oriental. Destruyó la
ciudad de Tiro tras siete meses de asedio, tomó Jerusalén y penetró en Egipto
sin hallar resistencia alguna: precedido de su fama como vencedor de los
persas, fue acogido como un libertador. Alejandro se presentó a sí mismo como
protector de la antigua religión de Amón y, tras visitar el templo del oráculo
de Zeus Amón en el oasis de Siwa, situado en el desierto Líbico, se proclamó su
filiación divina al más puro estilo faraónico.
Aquella visita a
un santuario, cuyo dios titular no era puramente egipcio, tenía una indudable
finalidad política. Alejandro Magno, como buen político, no podía dejar pasar
la oportunidad de aumentar su prestigio y popularidad entre los helenos, muchos
de los cuales eran reacios a su persona. Se cuenta que después de haber
solicitado la consulta del oráculo, el sacerdote le respondió con el saludo
reservado a los faraones tratándole como "hijo de Amón". A
continuación (sigue la leyenda), penetró solo en el interior del edificio y
escuchó atentamente la respuesta "conforme a su deseo", como el
propio Alejandro declararía. Sobre esta visita y sobre el alcance de la
profecía se han vertido ríos de tinta. La mayoría de los historiadores
coinciden en señalar que allí el oráculo habría informado al macedonio de su
origen divino, y predicho la creación de su Imperio Universal. El hecho es que
no se conoce ningún texto que proporcione información acerca de las palabras
del oráculo.
Al regresar por
el extremo occidental del delta, fundó, en un admirable paraje natural, la
ciudad de Alejandría, que se convirtió en la más prestigiosa en tiempos
helenísticos. Para determinar su emplazamiento contó con la inspiración de
Homero. Solía decir que el poeta se le había aparecido en sueños para
recordarle unos versos de la Ilíada: "En el undoso y resonante Ponto / hay
una isla a Egipto contrapuesta / de Faro con el nombre distinguida." En la
isla de Faro y en la costa próxima planeó la ciudad que habría de ser la
capital del helenismo y el punto de encuentro entre Oriente y Occidente. Como
no pudieron delimitar el perímetro urbano con cal, Alejandro decidió utilizar
harina, pero las aves acudieron a comérsela destruyendo los límites establecidos.
Este acontecimiento fue interpretado como un augurio de que la influencia de
Alejandría se extendería por toda la Tierra.
En la primavera
de 331 ya hacía tres años que había dejado Macedonia, con Antípatro como
regente; pero ni entonces ni después parece haber pensado en regresar.
Prosiguió su exploración atravesando el Éufrates y el Tigris, y en la llanura
de Gaugamela se enfrentó al último de los ejércitos de Darío, llevando a su
fin, en la batalla de Arbelas, a la dinastía aqueménida. Las impresionantes
tropas persas contaban en esta ocasión con una aterradora fuerza de choque:
elefantes.
Parmenión era
partidario de atacar amparados por la oscuridad, pero Alejandro no quería
ocultar al sol sus victorias. Aquella noche durmió confiado y tranquilo
mientras sus hombres se admiraban de su extraña serenidad. Había madurado un
plan genial para evitar las maniobras del enemigo. Su mejor arma era la rapidez
de la caballería, pero también contaba con la escasa entereza de su
contrincante y planeaba descabezar el ejército a la primera oportunidad.
Efectivamente, Darío volvió a mostrarse débil y huyó ante la proximidad de
Alejandro, sufriendo una nueva e infamante derrota. Todas las capitales se
abrieron ante los griegos. Mientras entraba en Persépolis, Alejandro mandó
ocupar casi de forma simultánea Susa, Babilonia y Ecbatana. En julio de 330,
Darío moría asesinado. Beso, el sátrapa de Bactriana, había ordenado su
ejecución después de derrocarle.
Alejandro
sometió entonces las provincias orientales y prosiguió su marcha hacia el este.
Muchas fueron las anécdotas y leyendas que a partir de entonces fueron
acumulándose alrededor de este semidiós que parecía invencible. La historia da
cuenta de que vistió la estola persa, ropaje extraño a las costumbres griegas,
para simbolizar que era rey tanto de unos como de otros. Sabemos que, movido
por la venganza, mandó quemar la ciudad de Persépolis; que, iracundo, dio muerte
con una lanza a Clito, aquel que le había salvado la vida en Gránico; que mandó
ajusticiar a Calístenes, el filósofo sobrino de Aristóteles, por haber
compuesto versos alusivos a su crueldad, y que se casó con una princesa persa,
Roxana, contraviniendo las expectativas de los griegos. Alejandro incluso se
internó en la India, donde hubo de combatir contra el noble rey hindú Poros.
Como consecuencia de la trágica batalla, murió su fiel caballo Bucéfalo, en
cuyo honor fundó una ciudad llamada Bucefalia.
El
regreso
Pero su
ejército, a medida que se iban fundando nuevas Alejandrías a su paso, fue
perdiendo hombres. Éstos se sentían agotados, debilitados, hasta que en 326, al
llegar a Hifasis (el punto más oriental que llegaría a alcanzar), tuvo que
reemprender el camino de regreso tras el amotinamiento de sus soldados. Durante
el regreso, el ejército se dividió: mientras el general Nearco buscaba la ruta
por mar, Alejandro conducía el grueso de las tropas por el infernal desierto de
Gedrosia. Miles de hombres murieron en el empeño. La sed fue más devastadora
que las lanzas enemigas. Aunque diezmado, el ejército consiguió llegar a su
destino, y con la celebración de las bodas de ochenta generales y diez mil
soldados se dio por terminada la conquista de Oriente.
Ya en Babilonia,
no dudó en mandar ejecutar a los macedonios que se le oponían. Tenía como
proyecto la creación de un nuevo ejército formado por helenos y bárbaros para
abortar así las tradiciones de libertad macedonias. Quería construir una nación
mixta, y asumió el ritual aqueménida mientras buscaba y obtenía el apoyo de
familias orientales. Creía asegurar de esta forma el éxito de sus planes de
dominación universal. A pesar de que prosiguió sus campañas y continuó
proyectando otras nuevas hasta que, en su lecho de muerte, ya no pudo hablar,
hubo un hecho, sin embargo, que desmoronaría todas sus certezas: la muerte de
Hefestión.
Alejandro se
había casado con Roxana durante una campaña en Bactra, de cuya unión nacería
póstumamente Alejandro IV, su único hijo. También se casó con Estatira, en
Susa, cuando, llevado por su afán de integración racial, hizo celebrar varios
matrimonios entre sus soldados macedonios y mujeres orientales. Estatira era la
hija mayor de Darío III; Dripetis, casada también entonces con Hefestión, la
menor. Confiaba en Tolomeo, pariente suyo (quizá su hermanastro) y oficial de
su alto mando. También tenía en Nearco, uno de sus oficiales, un camarada y
amigo desde la infancia. Pero Hefestión había sido más que todos ellos: su
amigo, tal vez su amante, pero sobre todo un hombre inteligente que compartía
sus ideas de estadista; ambos experimentaban una admiración recíproca.
La muerte de
Hefestión en octubre de 324, mientras se hallaban en Ecbatana, le causó un
dolor tan hondo que él mismo fue decayendo hasta su propia muerte, ocurrida
pocos meses después. En 325, al volver de la India, durante su marcha a lo
largo del Indo había recibido una peligrosa herida en el pecho; su regreso por
el desierto de Gedrosia en condiciones extremas volvió a quebrantar su salud.
Casi al final del verano de 324, decidió descansar una temporada y se instaló
en el palacio estival de Ecbatana, acompañado por Roxana y su amigo Hefestión.
Su esposa quedó embarazada. Su amigo enfermó repentinamente y murió. Alejandro
llevó el cuerpo a Babilonia y organizó el funeral de Hefestión.
Inició de
inmediato una nueva campaña explorando las costas de Arabia. Mientras navegaba
por el Bajo Éufrates contrajo una fiebre palúdica que sería fatal. Antes de
morir, en junio de 323, en un todavía imponente pero ya derruido zigurat de
Bel-Marduk, Alejandro, ya menos imponente, entregó su anillo real a Pérdicas,
su lugarteniente desde la muerte de Hefestión. Alejandro tenía treinta y tres
años. A su lado estaba Roxana. Estatira permanecía en Susa, en el harén del
palacio de su abuela Sisigambis. Tras las murallas que guardaban la ciudad
interior, seguía fluyendo el Éufrates. Aquel mismo día, libre de fabulosas
esperanzas, sin nada que legar a los hombres excepto su mísero tonel, con casi
noventa años, moría también en Corinto su desabrida contrafigura, el ceñudo
filósofo Diógenes el Cínico.
El extraño
fenómeno de la no corrupción del cuerpo de Alejandro, más notable aún con el
calor imperante en Babilonia, habría dado pie, en tiempos cristianos, al creer
que se trataba de un milagro, a santificarlo. En el siglo IV a.C. no existía
una tradición semejante que atrajera la atención de los hagiógrafos. Tal vez la
explicación más acertada es que su muerte clínica ocurrió mucho después de lo
que se creyó entonces.
Alejandro IV, su
hijo, y Roxana, su esposa, fueron asesinados por Casandro cuando el niño tenía
trece años, en el 310 a.C. Casandro era el hijo mayor de Antípatro, regente al
partir Alejandro Magno al Asia, y después de ese asesinato fue rey de
Macedonia. Cleopatra, su hermana, siguió gobernando Molosia durante muchos años
después de que el rey Alejandro muriese. Olimpias, su madre, disputó la
regencia de Macedonia con Antípatro y en el 319 a.C. se alió con Poliperconte,
el nuevo regente; cuando había conseguido el objetivo perseguido durante toda
su vida, fue ejecutada en el 316 a.C. en Pidnia. Tolomeo, oficial de su alto
mando, sería más tarde rey de Egipto, fundador de la dinastía de los Tolomeos y
autor de una Historia de Alejandro.
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