A las cinco de
la tarde del 26 marzo de 1827 se levantó en Viena un fuerte viento que momentos
después se transformaría en una impetuosa tormenta. En la penumbra de su
alcoba, un hombre consumido por la agonía está a punto de exhalar su último
suspiro. Un intenso relámpago ilumina por unos segundos el lecho de muerte.
Aunque no ha podido escuchar el trueno que resuena a continuación, el hombre se
despierta sobresaltado, mira fijamente al infinito con sus ojos ígneos, levanta
la mano derecha con el puño cerrado en un último gesto entre amenazador y
suplicante y cae hacia atrás sin vida. Un pequeño reloj en forma de pirámide,
regalo de la duquesa Christiane Lichnowsky, se detiene en ese mismo instante.
Ludwig van Beethoven, uno de los más grandes compositores de todos los tiempos,
se ha despedido del mundo con un ademán característico, dejando tras de sí una
existencia marcada por la soledad, las enfermedades y la miseria, y una obra
que, sin duda alguna, merece el calificativo de genial.
Nacido en Bonn
en 1770, Ludwig van Beethoven creció en el Palatinado, sometido a los usos y
costumbres cortesanos propios de los estados alemanes; desde allí saludaría la
Revolución francesa y luego el advenimiento de Napoleón como el gran reformador
y liberador de la Europa feudal, para acabar contemplando desilusionado con la
consolidación del Imperio francés. Su obra arrasó como un huracán las
convenciones musicales clasicistas de su época y tendió un puente directo, más
allá del romanticismo posterior, con Brahms y Wagner, e incluso con músicos del
siglo XX como Bartók, Berg y Schonberg. Su personalidad configuró uno de los
prototipos del artista romántico defensor de la fraternidad y la libertad,
apasionado y trágico.
La familia
Beethoven era originaria de Flandes, lo que no era un hecho extraordinario
entre los servidores de la provinciana corte de Bonn en el Palatinado. Ludwig,
el abuelo del compositor, en cuya memoria se le impuso su nombre, se había
instalado en 1733 en Bonn, ciudad en la que llegó a ser un respetado maestro de
capilla de la corte del elector. Dentro del rígido sistema social de su tiempo,
Johann, su hijo, también fue educado para su ingreso en la capilla palatina. El
padre de Beethoven, sin embargo, no destacó precisamente por sus dotes
musicales, sino más bien por su alcoholismo; a su muerte, en 1792, se ironizó
con crueldad en la corte sobre el descenso de ingresos fiscales por consumo de
bebidas en la ciudad.
Johann se casó
con María Magdalena Keverich en 1767, y tras un primer hijo también llamado
Ludwig, que murió poco después de nacer, nació el 16 de diciembre de 1770 el
que habría de ser compositor. A Ludwig siguieron otros dos niños, a los que
pusieron los nombres de Caspar Anton Karl y Nikolauss Johann. A la muerte del
abuelo, auténtico tutor de la familia (Ludwig contaba entonces tres años de
edad), la situación moral y económica del matrimonio se deterioró rápidamente.
El dinero escaseó; los niños andaban mal nutridos y no era infrecuente que
fueran golpeados por el padre; la madre iba consumiéndose, hasta el extremo de
que, al morir en 1787 a los cuarenta años, su aspecto era el de una anciana.
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Casa natal de Beethoven, hoy convertida en museo |
Parece ser que
Johann se percató pronto de las dotes musicales de Ludwig y se aplicó a
educarlo con férrea disciplina como concertista, con la idea de convertirlo en
un niño prodigio mimado por la fortuna, a la manera del primer Mozart. En 1778
el niño tocaba el clave en público y llamó la atención del anciano organista
Van den Eeden, que se ofreció a darle clases gratuitamente. Un año más tarde,
Johann decidió encargar la formación musical de Ludwig a su compañero de bebida
Tobias Pfeiffer, músico mucho mejor dotado y no mal profesor, pese a su
anarquía alcohólica que, ocasionalmente, imponía clases nocturnas al niño
cuando se olvidaba de darlas durante el día.
Infancia
y formación
Los testimonios
de estos años trazan un sombrío retrato del niño, hosco, abandonado y
resentido, hasta que en su destino se cruzó Christian Neefe, un músico llegado
a Bonn en 1779, quien tomó a su cargo no sólo su educación musical, sino
también su formación integral. Diez años más tarde, el joven Beethoven le
escribió: «Si alguna vez me convierto en un gran hombre, a ti te corresponderá
una parte del honor». A Neefe se debe, en cualquier caso, la nota publicada en
el Cramer Magazine en marzo de 1783, en la que se daba noticia del virtuosismo
interpretativo de Beethoven, superando «con habilidad y con fuerza» las
dificultades de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, y de la
publicación en Mannheim de las nueve Variaciones sobre una marcha de Dressler,
que constituyeron sin duda alguna su primera composición.
En junio de 1784
Maximilian Franz, el nuevo elector de Colonia (que habría de ser el último),
nombró a Ludwig, que entonces contaba catorce años de edad, segundo organista
de la corte, con un salario de ciento cincuenta guldens. El muchacho, por aquel
entonces, tenía un aire severo, complexión latina (algunos autores la califican
de «española» y recuerdan que este tipo de físico apareció en Flandes con la
dominación española) y ojos oscuros y voluntariosos; a lo largo de su vida,
algunos los vieron negros, y otros gris verdosos, siendo casi seguro que su
tonalidad varió con la edad o con sus estados de ánimo.
Amarga habría
sido la vida del joven Ludwig en Bonn, sobre todo tras la muerte de su madre en
1787, si no hubiera encontrado un círculo de excelentes amigos que se reunían
en la hospitalaria casa de los Breuning: Stefan y Eleonore von Breuning, a la
que se sintió unido con una apasionada amistad, Gerhard Wegeler, su futuro
marido y biógrafo de Beethoven, y el pastor Amenda. Ludwig compartía con los
jóvenes Von Breuning sus estudios de los clásicos y, a la vez, les daba
lecciones de música. Habían corrido ya por Bonn (y tal vez este hecho le
abriera las puertas de los Breuning) las alabanzas que Mozart había dispensado
al joven intérprete con ocasión de su visita a Viena en la primavera de 1787.
Cuenta la anécdota que Mozart no creyó en las dotes improvisadoras del joven
hasta que Ludwig le pidió a Mozart que eligiera él mismo un tema. Quizá
Beethoven recordaría esa escena cuando, muchos años más tarde, otro muchacho,
Liszt, solicitó tocar en su presencia en espera de su aprobación y aliento.
Estos años de
formación con Neefe y los jóvenes Von Breuning fueron de extrema importancia
porque conectaron a Beethoven con la sensibilidad liberal de una época
convulsionada por los sucesos revolucionarios franceses, y dieron al joven
armas sociales con las que tratar de tú a tú, en Bonn y, sobre todo, en Viena,
a la nobleza ilustrada. Pese a sus arranques de mal humor y carácter adusto,
Beethoven siempre encontró, a lo largo de su vida, amigos fieles, mecenas e
incluso amores entre los componentes de la nobleza austriaca, cosa que el más
amable Mozart a duras penas consiguió.
Beethoven tenía
sin duda el don de establecer contactos con el yo más profundo de sus
interlocutores; aun así, sorprende la fidelidad de sus relaciones en la élite,
especialmente si se considera que no estaban habituadas a un lenguaje
igualitario, cuando no zumbón o despectivo, por parte de sus siervos, los
músicos. Forzosamente la personalidad de Beethoven debía subyugar, incluso al
margen de la genialidad y grandeza de sus creaciones. Así, su amistad con el
conde Waldstein fue decisiva para establecer los contactos imprescindibles que
le permitieron instalarse en Viena, centro indiscutible del arte musical y
escénico, en noviembre de 1792.
En
Viena
El avance de las
tropas francesas sobre Bonn y la estabilidad del joven Beethoven en Viena
convirtieron lo que tenía que ser un viaje de estudios bajo la tutela musical
de Haydn en una estancia definitiva. Allí, al poco de llegar, recibió la
entusiasta protección del príncipe Lichnowsky, quien lo hospedó en su casa, y
recibió lecciones de Johann Schenck, del teórico de la composición
Albrechtsberger y del maestro dramático Antonio Salieri.
Sus éxitos como
improvisador y pianista eran notables, y su carrera como compositor parecía
asegurada económicamente con su trabajo de virtuoso. Porque, entretanto, el
joven Beethoven componía infatigablemente: fue éste, de 1793 a 1802, su período
clasicista, bajo la benéfica influencia de la obra de Haydn y de Mozart, en el
que dio a luz sus primeros conciertos para piano, las cinco primeras sonatas
para violín y las dos para violoncelo, varios tríos y cuartetos para cuerda, el
lied Adelaide y su primera sinfonía, entre otras composiciones de esta época.
Su clasicismo no ocultaba, sin embargo, una inequívoca personalidad que se
ponía de manifiesto en el clima melancólico, casi doloroso, de sus movimientos
lento y adagio, reveladores de una fuerza moral y psíquica que se manifestaba
por vez primera en las composiciones musicales del siglo.
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Beethoven hacia 1804 |
Su fama precoz
como compositor de conciertos y graciosas sonatas, y sobre todo su reputación
como pianista original y virtuoso le abrieron las puertas de las casas más
nobles. La alta sociedad lo acogió con la condescendencia de quien olvida
generosamente el origen pequeño burgués de su invitado, su aspecto desaliñado y
sus modales asociales. Porque era evidente que Beethoven no encajaba en
aquellos círculos exclusivos; era un lobo entre ovejas. Seguro de su propio
valor, consciente de su genio y poseedor de un carácter explosivo y obstinado,
despreciaba las normas sociales, las leyes de la cortesía y los gestos delicados,
que juzgaba hipócritas y cursis. Siempre atrevido, se mezclaba en las
conversaciones íntimas, estallaba en ruidosas carcajadas, contaba chistes de
dudoso gusto y ofendía con sus coléricas reacciones a los distinguidos
presentes. Y no se comportaba de tal manera por no saber hacerlo de otro modo:
se trataba de algo deliberado. Pretendía demostrar con toda claridad que jamás
iba a admitir ningún patrón por encima de él, que el dinero no podía
convertirlo en un ser dócil y que nunca se resignaría a asumir el papel que sus
mecenas le reservaban: el de simple súbdito palaciego. En este rebelde
propósito se mantuvo inflexible a lo largo de toda su vida. No es extraño que
tal actitud despertase las críticas de quienes, aun reconociendo sinceramente
que estaban ante un compositor de inmenso talento, lo tacharon de misántropo,
megalómano y egoísta. Muchos se distanciaron de él y hubo quien llegó a
retirarle el saludo y a negarle la entrada a sus salones, sin sospechar que
Beethoven era la primera víctima de su carácter y sufría en silencio tales
muestras de desafecto.
Durante estos
«años felices», Beethoven llevaba en Viena una vida de libertad, soledad y
bohemia, auténtica prefiguración de la imagen tópica que, a partir de él, la
sociedad romántica y postromántica se forjaría del «genio». Esta felicidad, sin
embargo, empezó a verse amenazada muy pronto, ya en 1794, por los tenues
síntomas de una sordera que, de momento, no parecía poner en peligro su carrera
de concertista. Como causa los biógrafos discutieron la hipótesis de la
sífilis, enfermedad muy común entre los jóvenes que frecuentaban los
prostíbulos de Viena, y que, en cualquier caso, daría nueva luz al enigma de la
renuncia de Beethoven, al parecer dolorosa, a contraer matrimonio. La gran
crisis moral de Beethoven no estalló, sin embargo, hasta 1802.
La
crisis
En 1801 y 1802
la progresión de su sordera, que Beethoven se empeñaba en ocultar para proteger
su carrera de intérprete, fue tal que el doctor Schmidt le ordenó un retiro
campestre en Heiligenstadt, un hermoso paraje con vistas al Danubio y los
Cárpatos. Ello supuso un alejamiento de su alumna, la jovencísima condesa
Giulietta Guicciardi, de la que estaba profundamente enamorado y por la que
parecía ser correspondido. Obviamente, Beethoven no sanó y la constatación de
su enfermedad le sumió, como es lógico que ocurriera en un músico, en la más
profunda de las depresiones.
En una carta
dirigida a su amigo Wegener en 1802, Beethoven había escrito: "Ahora bien,
este demonio envidioso, mi mala salud, me ha jugado una mala pasada, pues mi
oído desde hace tres años ha ido debilitándose más y más, y dicen que la
primera causa de esta dolencia está en mi vientre, siempre delicado y aquejado
de constantes diarreas. Muchas veces he maldecido mi existencia. Durante este
invierno me sentí verdaderamente miserable; tuve unos cólicos terribles y volví
a caer en mi anterior estado. Escucho zumbidos y silbidos día y noche. Puedo
asegurar que paso mi vida de modo miserable. Hace casi dos años que no voy a
reunión alguna porque no me es posible confesar a la gente que estoy volviéndome
sordo. Si ejerciese cualquier otra profesión, la cosa sería todavía pasable,
pero en mi caso ésta es una circunstancia terrible; mis enemigos, cuyo número
no es pequeño, ¿qué dirían si supieran que no puedo oír?"
Para colmo,
Giulietta, la destinataria de la sonata Claro de luna, concertó su boda con el
conde Gallenberg. La historia, que se repetiría años después con Josephine von
Brunswick, debiera haber hecho comprender al orgulloso artista que la
aristocracia podía aceptarle como enamorado e incluso como amante de sus
mujeres, pero no como marido. El caso es que el músico creyó acabada su carrera
y su vida y, acaso acariciando ideas de un suicidio a lo Werther, la famosa
novela de juventud de Goethe, se despidió de sus hermanos en un texto ciertamente
patético y grandioso que, de hecho, parecía más bien dirigido a sus
contemporáneos y a la humanidad toda: el llamado Testamento de Heiligenstadt.
No intentó el
suicidio, sino que regresó en un estado de total postración y desaliño a Viena,
donde reanudó sus clases particulares. La salvación moral vino de su fortaleza
de espíritu, de su arte, pero también del benéfico influjo de sus dos alumnas,
las hermanas Josephine y Therese von Brunswick, enamoradas a la vez de él.
Parece ser que la tensión emocional del «trío» llegó a un estado límite en el
verano de 1804, con la ruptura entre las dos hermanas y la clara oposición
familiar a una boda. Therese, quien se mantuvo fiel toda su vida en sus
sentimientos por el genio, lamentaría años más tarde su participación en el
alejamiento de Ludwig y Josephine: «Habían nacido el uno para el otro, y, si se
hubiesen unido, los dos vivirían todavía». La reconciliación tuvo lugar al año
siguiente, y fue entonces Therese la hermana idolatrada por Ludwig. Pero ahora era
el músico el que no se decidía a dar un paso definitivo y, en 1808, pese a que
le había dedicado la Sonata, Op. 78, Therese abandonó toda esperanza de vida en
común y se consagró a la creación y tutela de orfanatos en Hungría. Murió,
canonesa conventual, a los ochenta y seis años.
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Ludwig van Beethoven (óleo de Willibrord Joseph Mähler, 1815) |
La mayoría de
críticos, aun respetando la unidad orgánica de la obra de Beethoven, coinciden
en señalar este período, de 1802 a 1815, como el de su madurez. Técnicamente
consiguió de la orquesta unos recursos insospechados sin modificar la
composición tradicional de los instrumentos y revolucionó la escritura
pianística, amén de ir transformando poco a poco el dualismo armónico de la
sonata en caja de resonancia del contrapunto. Pero, desde un punto de vista
programático, el período de madurez de Beethoven se caracterizó por su empeño
de superación titánica del dolor personal en belleza o, lo que es lo mismo, por
su consagración del artista como héroe trágico dispuesto a enfrentarse y
domeñar el destino.
Obras maestras
de este período son, entre otras, el Concierto para violín y orquesta en re
mayor, Op. 61 y el Concierto para piano número 4, las oberturas de Egmont y
Coriolano, las sonatas A Kreatzer, Aurora y Appassionata, la ópera Fidelio y la
Misa en do mayor, Op 86. Mención especial merecen sus sinfonías, que tanto
pudieron desconcertar a sus primeros oyentes y en las que, sin embargo, su
genio consiguió crear la sensación de un organismo musical, vivo y natural, ya
conocido por la memoria de quienes a ellas se acercan por primera vez.
La tercera
sinfonía estaba, en un principio, dedicada a Napoleón por sus ideales
revolucionarios; la dedicatoria fue suprimida por Beethoven cuando tuvo noticia
de su coronación como emperador. («¿Así pues -clamó-, también él es un ser
humano ordinario? ¿También él pisoteará ahora los derechos del hombre?»). El
drama del héroe convertido en titán llegó a su cumbre en la quinta sinfonía,
dramatismo que se apacigua con la expresión de la naturaleza en la sexta, en la
mayor alegría de la séptima y en la serenidad de la octava, ambas de 1812.
La gran crisis
fue superada y se transmutó en la grandiosidad de su arte. Su situación
económica, además, estaba asegurada gracias a las rentas concedidas desde 1809
por sus admiradores el archiduque Rudolf, el duque Lobkowitz y su amigo Kinsky
o la condesa Erdödy. Pese a su carácter adusto, imprevisible y misantrópico, ya
no ocultaba su sordera como algo vergonzante, y su vida sentimental, acaso sin
llegar a las profundidades espirituales de su amor por Josephine y Therese, era
rica en relaciones: Therese Maltati, Amalie Sebald y Bettina Brentano pasaron
por su vida amorosa, siendo esta última quien propició el encuentro de
Beethoven con su ídolo Goethe.
La relación fue
decepcionante: el compositor reprochó a Goethe su insensibilidad musical, y el
poeta censuró las formas descorteses de Beethoven. Es famosa en este sentido
una anécdota, verdadera o no, que habría tenido lugar en verano de 1812: mientras
se hallaba paseando por el parque de Treplitz en compañía de Goethe, vio venir
por el mismo camino a la emperatriz acompañada de su séquito; el escritor,
cortés ante todo, se apartó para dejar paso a la gran dama, pero Beethoven,
saludando apenas y levantando dignísimamente su barbilla, dio en atravesar por
su mitad el distinguido grupo sin prestar atención a los saludos que
amablemente se le dirigían.
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El incidente de Treplitz |
En términos
generales, y pese a sus fracasados proyectos matrimoniales, el período fue
extraordinariamente fructífero, incluso en el terreno social y económico. Así,
Beethoven tuvo ocasión de dirigir una composición de «circunstancias», Victoria
de Wellington, ante los príncipes y soberanos europeos llegados a la capital de
Austria para acordar el nuevo orden europeo que habría de regular la sucesión
napoleónica y contrarrestar el peligro de toda revolución liberal en Europa.
Los más reputados compositores e intérpretes de Viena actuaron como humildes
ejecutantes, en homenaje a Beethoven, en aquel concierto de éxito apoteósico.
El genio, sin
embargo, no se privó de menospreciar públicamente su propia composición,
repleta de sonidos onomatopéyicos de cañonazos y descargas de fusilería,
tildándola de bagatela patriótica. El Congreso de Viena marcó en 1813 el fin de
la gloria mundana del compositor, pues sólo dos años más tarde habría de
derrumbarse el frágil edificio de su estabilidad. Ello ocurriría en el terreno
más inesperado, el familiar, y concretamente en el ámbito de sus relaciones, de
facto paternofiliales, con su sobrino Karl: si el genio había rehuido el
matrimonio para mejor poder consagrarse al arte, de poco habría de servirle tal
renuncia en los últimos y dolorosos años de su vida.
El
final
En 1815 murió su
hermano Karl, dejando un testamento de instrucciones algo contradictorias sobre
la tutela del hijo: éste, en principio, quedaba en manos de Beethoven, quien no
podría alejar al hijo de Johanna, la madre. Beethoven entregó de inmediato por
su sobrino Karl todo el afecto de su paternidad frustrada y se embarcó en
continuos procesos contra su cuñada, cuya conducta, a sus ojos disoluta, la
incapacitaba para educar al niño. Hasta 1819 no volvió a embarcarse en ninguna
composición ambiciosa. Las relaciones con Karl eran, además, todo un infierno
doméstico y judicial, cuyos puntos culminantes fueron la escapada del joven en
1818 para reunirse con su madre o su posterior elección de la carrera militar,
llevando una vida ciertamente escandalosa que le condujo en 1826 al previsible
intento de suicidio por deudas de juego. Para Beethoven, el incidente colmó su
amargura y su pública deshonra.
Desde 1814 dejó
de ser capaz de mantener un simple diálogo, por lo que empezó a llevar siempre
consigo un "libro de conversación" en el que hacía anotar a sus
interlocutores cuanto querían decirle. Pero este paliativo no satisfacía a un
hombre temperamental como él y jamás dejó de escrutar con desconfianza los
labios de los demás intentando averiguar lo que no habían escrito en su pequeño
cuaderno. Su rostro se hizo cada vez más sombrío y sus accesos de cólera
comenzaron a ser insoportables. Al mismo tiempo, Beethoven parecía dejarse
llevar por la pendiente de un caos doméstico que horrorizaba a sus amigos y
visitantes. Incapaz de controlar sus ataques de ira por motivos a veces
insignificantes, despedía constantemente a sus sirvientes y cambiaba sin razón
una y otra vez de domicilio, hasta llegar a vivir prácticamente solo y en un
estado de dejadez alarmante. El desastre económico se sumó casi necesariamente
al doméstico pese a los esfuerzos de sus protectores, incapaces de que el genio
reordenara su vida y administrara sus recursos. El testimonio de visitantes de
toda Europa, y muy especialmente de Inglaterra, es, en este sentido,
coincidente. El propio Rossini quedó espantado ante las condiciones de
incomodidad, rayana en la miseria, del compositor. Honesto es señalar, sin
embargo, que siempre que Beethoven solicitó una ayuda o dispendio de sus
protectores, austriacos e ingleses, éstos fueron generosos.
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Retrato de Beethoven realizado en 1823 por Ferdinand Georg Waldmüller |
En la producción
de este período 1815-1826, comparativamente más escasa, Beethoven se desvinculó
de todas las tradiciones musicales, como si sus quebrantos y frustraciones, y
su poco envidiable vida de anacoreta desastrado le hubieran dado fuerzas para
ser audaz y abordar las mayores dificultades técnicas de la composición,
paralelamente a la expresión de un universo progresivamente depurado. Si en su
segundo período Beethoven expresó espiritualmente el mundo material, en este
tercero lo que expresó fue el éxtasis y consuelo del espiritual. Es el caso de
composiciones como la Sonata para piano en mi mayor, Op. 109, en bemol mayor,
Op. 110, y en do menor, Op. 111, pero, sobre todo, de la Missa solemnis, de
1823, y de la novena sinfonía, de 1824, con su imperecedero movimiento coral
con letra de la Oda a la alegría de Schiller.
La Missa
solemnis pudo maravillar por su monumentalidad, especialmente en la fuga, y por
su muy subjetiva interpretación musical del texto litúrgico; pero la apoteosis
llegó con la interpretación de la novena sinfonía, que aquel 7 de mayo de 1824
cerraba el concierto iniciado con fragmentos de la Missa solemnis. Beethoven,
completamente sordo, dirigió orquesta y coros en aquel histórico concierto
organizado en su honor por sus viejos amigos. Acabado el último movimiento, la
cantante Unger, comprendiendo que el compositor se había olvidado de la
presencia de un público delirante de entusiasmo al que no podía oír, le obligó
con suavidad a ponerse de cara a la platea.
El año siguiente
todavía Beethoven afrontó composiciones ambiciosas, como los innovadores
Cuartetos para cuerda, Op. 130 y 132, pero en 1826 el escándalo de su sobrino
Karl le sumió en la postración, agravada por una neumonía contraída en
diciembre. Sobrevivió, pero arrastró los cuatro meses siguientes una
dolorosísima dolencia que los médicos calificaron de hidropesía (le torturaban
con incisiones de dudosa asepsia) y que un diagnóstico actual tal vez habría
calificado de cirrosis hepática.
Ningún familiar
le visitó en su lecho de enfermo; sólo amigos como Stephan von Breuning,
Schubert y el doctor Malfatti, entre otros. La tarde del 26 de marzo se
desencadenó una gran tormenta, y el moribundo, según testimonia Hüttenbrenner,
abrió los ojos y alzó un puño después de un vivo relámpago, para dejarlo caer a
continuación, ya muerto. Sobre su escritorio se encontró la partitura de
Fidelio, el retrato de Therese von Brunswick, la miniatura de Giulietta
Guicciardi y, en un cajón secreto, la carta de la anónima «Amada Inmortal».
Tres días más
tarde se celebró el multitudinario entierro, al que asistieron, de luto y con
rosas blancas, todos los músicos y poetas de Viena. Hummel y Kreutzer, entre
otros compositores, portaron a hombros el féretro. Schubert se encontraba entre
los portadores de antorchas. El cortejo fue acompañado por cantores que
entonaban los Equali compuestos por Beethoven para el día de Todos los Santos,
en arreglo coral para la ocasión. En 1888 los restos fueron trasladados al
cementerio central de Viena.
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