Pocas figuras históricas han sido tan controvertidas y
ofrecido tantos rasgos ambiguos como la del navegante que llamamos Cristóbal
Colón, pese a que no nació con ese nombre. Es reconocido como el «descubridor
de América», aunque él nunca lo supo y, desde un punto de vista estricto, no lo
haya sido cabalmente. Su verdadera identidad, su lugar de nacimiento, su origen
nobiliario o plebeyo, sus estudios o ignorancias, sus aventuras de juventud,
sus ambiciones o mezquindades, sus conocimientos ciertos o delirios
afortunados, se han prestado a numerosas disquisiciones y debates entre
biógrafos e historiadores.
En lo que hace a su persona, los trabajos reunidos en laRaccolta
Colombiana (Italia 1892-1896), el Documento Aseretto (hallado
unos años después), las investigaciones de los eruditos españoles Muñoz y
Fernández Navarrete y el más reciente Diplomatorio Colombino dan
cuenta definitivamente de su origen genovés y humilde y permiten reconstruir
sin mayores dudas ni lagunas los avatares de su agitada e intensa biografía.
Respecto a la importancia de su hazaña cabe señalar que
fue sorprendente en lo geográfico y oportuna en lo político, pero no tan
novedosa en lo científico como se suele afirmar. La ciencia de fines del siglo
XV ya aceptaba que la Tierra era un globo esférico, sabía que teóricamente se
podía llegar a las antípodas navegando hacia el oeste, conocía la existencia de
islas y tierras septentrionales exploradas por vikingos y daneses, y suponía
que quien intentara arribar a las Indias por el poniente podía tropezar en su
camino con alguna «terra incógnita».
Desde la Edad Media existían especulaciones y leyendas
sobre los límites del Mar Tenebroso. El irlandés san Barandrán habló ya de un
gran continente y de «una inmensa isla con siete ciudades», e historias
parecidas se registran en las tradiciones gaélicas, celtas e islandesas,
mientras que los árabes peninsulares mencionan la expedición de los magrurinos
que zarparon de Lisboa y «después de navegar once días en dirección al oeste y
veinticuatro días hacia el sur» llegaron a unas tierras donde pastaban ovejas
de carne amarga.
Ya en siglo XIV, el veneciano Niccolò Zeno dibujó un mapa
en el que se definían claramente Groenlandia y las costas de Terranova y Nueva
Escocia. Y unos años antes el cardenal Pierre d'Ailly, en su obra Imago
Mundi, desarrolló con toda amplitud la idea de llegar a los dominios del
Gran Kan (descritos por Marco Polo) tras una travesía relativamente breve hacia
el oeste. El propio Colón estaba absolutamente convencido de que hallaría
tierra firme «unas setecientas leguas más allá de las Canarias».
El proyecto no era nuevo, sino incluso popular, entre
cartógrafos y navegantes como posible alternativa a la larga ruta de las
especias; tanto, que uno de los mayores temores de Colón era que otro se le
adelantara en cruzar el Atlántico. Pero lo que ni él ni los sabios o los
marinos de ese tiempo podían imaginar era la inmensa extensión de la «terra
incógnita» ni la inesperada vastedad del Pacífico. Ése fue el verdadero
descubrimiento científico que se inició aquel día de 1492: no sólo apareció un
«Nuevo Mundo», sino que el antiguo globo terráqueo se expandió a casi el doble
del tamaño que se le suponía.
Un joven aventurero
El estudio comparado de diversas documentaciones permite
asegurar que el futuro navegante nació en Génova y que tal hecho debió de
ocurrir entre el 25 de agosto y el 31 de octubre del año 1451. Se le dio el
nombre de Cristóforo, y fue el primer hijo del matrimonio formado unos cinco
años antes por Doménico Colombo y Susana Fontanarossa. La familia estaba
asentada en la Liguria desde por lo menos un siglo atrás, aunque sus miembros
siempre fueron campesinos o artesanos sin medios de fortuna. El propio Doménico
parece haberse trasladado desde Quinto a Génova alrededor de 1429 para aprender
el oficio de tejedor. Los Colombo tuvieron otros tres hijos y una hija,
Bianchinetta. Dos de estos hermanos Colombo habrían de jugar un papel
preponderante y continuo en las aventuras y desventuras del primogénito:
Bartolomé y Giácomo. Al segundo de ellos se le llamaría Diego en España.
![]() |
La Santa María
|
Apenas tenía edad bastante cuando Cristóforo ayudaba a su
padre en sus sucesivos trabajos como quesero y tabernero o lo acompañaba en
viajes de negocios a Quinto o Savona. Era un chico despierto e inquieto, pero
no consta que hubiera seguido ningún tipo de estudios. Lo que verdaderamente le
atraía era el puerto, los relatos de marineros, las naves que llegaban de
tierras lejanas. Génova era un importante centro del comercio marítimo y no le
costaba mucho al joven Colombo enrolarse en barcos de las grandes compañías
navieras de la ciudad, realizando diversos itinerarios mercantiles por el
Mediterráneo. Así aprendió, en la práctica sobre cubierta, el oficio del mar.
Hablaba con los pilotos de vientos y corrientes, leía las cartas marinas y
ensayaba el uso de los instrumentos náuticos. A los veinte años era ya un buen
marinero.
Tras su probable alistamiento en una expedición de la
armada ligur a la isla griega de Quíos, que formaba parte de los dominios
genoveses, en 1476 Cristóforo se embarcó en una flotilla comercial con destino
a Flandes. Pero a poco de atravesar el estrecho un suceso providencial
cambiaría la vida del joven Colombo. Era el momento en que portugueses y
franceses apoyaban a Juana la Beltraneja en la lucha por la sucesión de
Castilla, y navíos de guerra galos atacaban sin mayor razón que el bucanerismo
al convoy genovés.
Hundida su nave, Cristóforo alcanzó a nado la costa
lusitana. Poco después se encontraba instalado en Lisboa, como agente de la
importante casa naviera Centurione, armadora de la flotilla atacada. Allí
cambió su nombre por Cristóbal y su apellido por Colomo o Colom, mientras se le
reunió su hermano Bartolomé, también marino e interesado en la cartografía.
Cuenta la tradición que los Colomo llevaban una vida
aposentada y tranquila, y que el mayor acostumbraba oír misa en el convento de
Santos. Allí se fijó en una de las pupilas, Felipa Moniz Palestrello, joven
hermosa y de familia importante. La madre, Isabel Moniz era de noble linaje,
emparentado con el de Braganza; el padre, Diego Palestrello, también genovés,
estaba estrechamente relacionado con las empresas náuticas de la corona
portuguesa y era a la sazón gobernador de la isla de Porto Santo, en el
archipiélago de Madeira. Cristóbal pidió y obtuvo la mano de Felipa en 1477, y un
año después nació un hijo al que bautizaron como Diego.
Bajo la influencia de su suegro, Colón se interesó cada
vez más en los aspectos geográficos y científicos de la navegación, apartándose
de su faceta meramente comercial. En esto pudo pesar también su temprana viudez
(Felipa murió un año después de dar a luz) y sus desavenencias con la casa
Centurione, a la que puso un prolongado pleito, que fue la base del Documento
Aseretto.
El gran proyecto
A partir de ese momento, Cristóbal comenzó a soñar y
diseñar el ambicioso y desmesurado proyecto que habría de obsesionarlo toda su
vida: descubrir una ruta más corta y segura a las Indias, navegando hacia
occidente. Ya se ha dicho que la idea teórica estaba bastante difundida y se
han citado antecedentes más o menos legendarios, a los que hay que agregar los
que el propio navegante pudo recoger en sus estancias en Porto Santo y el claro
talante de «expansión oceánica» que se vivía en Portugal a partir de los
descubrimientos y exploraciones de los archipiélagos atlánticos y las costas de
África.
Pero es probable que el factor desencadenante haya sido
una carta del sabio florentino Paolo del Pozzo Toscanello al canónigo Fernando
Martins, para que interesara al rey en sus ideas. El documento -o una copia de
éste- llegó a manos de Cristóbal, quizá por mediación de Diego Palestrello. La
teoría del humanista de Florencia resume los conocimientos de la época sobre el
globo terráqueo, que acertaban en su forma esférica y erraban en el cálculo de
sus dimensiones, adjudicando sólo 125 grados a la distancia que separaba
Canarias de Asia.
![]() |
El primer viaje
|
Colón asumió la idea, la transformó en proyecto
expedicionario y la elevó al rey Juan II. El monarca portugués puso como
condición que no se zarpase desde las Canarias, pues en caso de que el viaje
tuviera éxito, la Corona de Castilla podría reclamar las tierras conquistadas
en virtud del Tratado de Alcaçobas. A Colón, que sólo confiaba en los cálculos
que había trazado desde las Canarias, le pareció demasiado arriesgado partir de
Madeira, de modo que no hubo acuerdo. Hay quien dice que el monarca recelaba de
aquel extranjero sin títulos ni estudios, y envió en secreto otra expedición
que terminó en fracaso. Resentido por este engaño, o más probablemente a causa
de sus apuros económicos y la ilusión de encontrar otro protector, Cristóbal
abandonó Lisboa junto a su hijo y su hermano Bartolomé. Bordearon la península,
con intención de dejar al pequeño Diego a cargo de su tía materna Violante
Moniz, que vivía en Huelva.
En el camino se detuvieron en el cercano convento
franciscano de La Rábida, donde se alojaron como albergados. El padre guardián,
fray Juan Pérez, que había sido confesor de la reina, se entusiasmó con el
proyecto del extranjero que se hacía llamar Xrobal Colón (XR era en la época el
anagrama de Cristo), e interesó en él a su erudito cofrade fray Antonio de
Marchena, experto en astronomía y cosmografía. Ambos frailes le dieron
recomendaciones para el duque de Medinaceli, quien se apasionó por la idea y
retuvo a Colón durante más de un año, con el propósito de preparar la
expedición. Pero los Reyes Católicos desautorizaron tal proyecto, y todo lo que
pudo hacer el duque fue enviarles al navegante a su corte de Córdoba.
Una vez más, en 1485, un consejo de sabios reunido en
Salamanca desaconsejó la empresa, quizá porque ya poseían indicios de lo extenso
y arduo de la travesía. Pero Isabel, pese a estar enzarzada en la guerra de
Granada, no descartó del todo la idea de llevar a las Indias el pabellón de
Castilla. Otorgó una pensión al navegante y le rogó que permaneciera en
Córdoba. Cristóbal se instaló en un mesón, donde entabló relación con la joven
Beatriz Enríquez, veinte años menor que él. De esa unión nació en 1488 un hijo,
Hernando, que sería el primer biógrafo del Almirante y principal responsable de
los ocultamientos y ambigüedades que durante siglos envolverían a su figura.
Ultimada la conquista de Granada, los reyes recibieron
con mejor talante a Colón. Pero las pretensiones del extranjero resultaban
desmesuradas: el almirantazgo de la Mar Oceana, el virreinato hereditario de
las tierras que encontrara y una parte importante de todas las riquezas que él
o sus hombres obtuvieran por conquista o por comercio. Fernando le hizo notar
su exceso, aunque Isabel le despidió con vagas promesas. Colón, harto de su
deambular ibérico, resolvió llevar su proyecto ante el rey de Francia.
![]() |
La Pinta, la Niña y la Santa María
|
Los frailes de La Rábida consiguieron disuadirlo y, con
la colaboración de los cortesanos Luis de Santángel y Juan de Coloma,
convencieron a los monarcas católicos de avenirse al llamado Protocolo de Santa
Fe, que en 1492 concedió al Almirante los títulos y prebendas que exigía,
aunque sólo el diez por ciento de los eventuales beneficios. Pero los exhaustos
tesoros reales no aportaron un solo maravedí para financiar la expedición (pese
a lo que diga la leyenda, las joyas de la reina ya habían sido pignoradas a los
usureros valencianos). Con ellos tuvo relación Santángel, a quien se debió la
brillante idea de hipotecar el arrendamiento de los derechos genoveses al
puerto de Valencia, baza que tomó, por mediación del propio Colón, el rico
banquero ligur Juanoto Berardi. Resuelto el problema financiero, sólo faltaba
hallar los barcos y las tripulaciones.
El almirante de la Mar Oceana
Tuvo entonces Colón otro encuentro providencial: Martín
Alonso Pinzón, acaudalado armador, viejo lobo de mar y próspero mercader de
Huelva, que se apasionó por el proyecto colombino. Fue gracias al prestigio de
Pinzón que los recelosos marinos onubenses aceptaron enrolarse en la extraña
empresa, y que los armadores Pinto y Niño aceptaron desprenderse de sendas
carabelas que serían bautizadas con sus nombres. Martín Alonso y su hermano
Vicente Yáñez pilotarían esas naves, mientras que el Almirante escogió una nao
cantábrica anclada en el puerto de Palos, llamada Marigalante. Su armador, el
cartógrafo Juan de la Cosa, ofreció incorporarse a la expedición como maestre y
la nave capitana fue rebautizada Santa María. Restaba aún comprar aparejos y
provisiones. Los hermanos Pinzón y sus amistades reunieron el dinero faltante,
y todo quedó listo para hacerse a la mar.
La expedición partió del puerto de Palos el 3 de agosto
de 1492. Pese a la oposición de Martín Alonso y las dudas de Juan de la Cosa,
Colón insistió obcecadamente en mantener el derrotero que marcaba el grado 28
de latitud, que pasaba por la isla de Hierro. Por fortuna, intuición o saberes
que el Almirante no reveló, ese rumbo se mostraba muy favorable para avanzar
sin zozobra hacia el poniente. Y la pequeña escuadra se internó en el enigma
del «Mar Tenebroso».
Pero pasaron más de dos meses sin avistar tierra y se
produjeron conatos de rebelión, reducidos gracias a la autoridad indiscutida de
Pinzón. Fue también el veterano piloto quien convenció a Colón finalmente de
torcer el rumbo al sudoeste y pronto comenzaron a ver ramas flotantes, pájaros
y otros signos inequívocos de que se acercaban a una costa (debe decirse que si
hubieran seguido el derrotero del paralelo 28 hubieran llegado a la Florida, y
quizá la historia de América hubiese sido otra).
En la noche del 11 al 12 de octubre el marinero Juan
Rodríguez Bermejo, apodado el Trianero, dio el grito de «¡Tierra!» desde la
cofa de La Pinta. Al amanecer desembarcaron en una isla (Guananahí o Walting,
en las Bahamas) que Colón bautizó San Salvador. Convencido de encontrarse en
dominios del Gran Kan, el navegante recorrió el archipiélago en busca de
riquezas. Pero sólo hallaron forestas tropicales y nativos desnudos. Luego de
tocar la isla de Juana (Cuba), la Santa María encalló irremisiblemente en la
costa de La Española (actual Haití).
Colón decidió aprovechar los restos de la nave para
construir un precario fuerte, que bautizó Natividad por ser 25 de diciembre.
Quedaron allí unos pocos voluntarios y el resto de la expedición emprendió el
regreso el 4 de enero de 1493. El Almirante capitaneaba La Niña y ordenó
gobernar al norte, rumbo aparentemente erróneo. Pero una vez más acertó, pues
la corriente del golfo lo enfiló sin dificultad hacia la península, mientras La
Pinta de Martín Alonso era desviada por un temporal. Arribaron el uno a Lisboa
y el otro a Bayona (Galicia). Y en tanto Colón rechazaba las ofertas de Juan II
de Portugal para apropiarse del descubrimiento, Pinzón, enfermo, moría poco
después.
Los Reyes Católicos recibieron a Colón en Barcelona con
gran pompa y ceremonia, sin dejarse convencer por las intrigas que ya se tejían
contra él. Le confirmaron sus títulos y privilegios y por real cédula
acrecentaron un castillo y un león más en su escudo de armas. Pero el Almirante
sólo pensaba en regresar a las Indias, y esta vez con gran despliegue náutico.
El 25 de septiembre de 1493 zarpó de Cádiz al frente de una poderosa flota de
1.500 tripulantes, con capitanes como Ponce de León, Pedro de Margarit o Bernal
Díaz, eclesiásticos, cartógrafos y el hidalgo conquense Alonso de Ojeda, que
llegaría a ser paradigma del conquistador temerario.
Este segundo viaje duró más de dos años y en él se
exploraron las Pequeñas Antillas y las islas de Puerto Rico y Jamaica, además
de bordear las costas de Cuba. El antiguo fuerte Natividad había sido arrasado
por los indios, y Colón fundó un nuevo enclave que denominó La Isabela. Dejó
allí como adelantado y gobernador a su hermano Bartolomé, no sin antes reprimir
duramente a los nativos con la ayuda de Ojeda. En el ínterin, habían llegado a
la península noticias, quizás interesadamente exageradas, sobre las
arbitrariedades del Almirante y las matanzas de indígenas. Lo cierto es que
Colón resultó tan torpe gobernante en tierra como insigne nauta en el mar. Pero
los reyes, por el momento, mantuvieron su confianza y autorizaron un nuevo
viaje «para enmendar los yerros» que pudiera haber cometido.
Seis carabelas partiron de Sanlúcar de Barrameda el 30 de
mayo de 1498, tripuladas en su mayor parte por penados. Tanto era el temor y la
desconfianza que ya inspiraban las historias de mucho riesgo y poco beneficio
que llegaban de las nuevas tierras. Esta tercera expedición fue la que llegó
más al sur, circundando la isla Trinidad y avistando la desembocadura del
Orinoco, en la actual Venezuela. Pero a Colón le acuciaba volver a La Española,
tras una ausencia de treinta meses. Encontró allí un verdadero caos. El
corregidor Francisco Roldán se había sublevado contra Bartolomé y Diego,
apoyado por ex reclusos y caciques inamistosos, mientras las fuerzas regulares
permanecían neutrales.
Incapaz de dominar la situación, el Almirante reclamó
auxilio a la corona, reconociendo tácitamente sus desaciertos como virrey.
Meses más tarde, tras nuevas bravatas de Roldán y excesos de los Colón, arribó
el comisario real, Francisco de Bobadilla. Éste mandó apresar a los tres
hermanos, que al llegar a la península permanecieron encarcelados en Cádiz. La
historiografía actual entiende que la actuación de Bobadilla fue correcta,
dadas las circunstancias. No obstante, los reyes ordenaron liberar a los detenidos,
aunque privaron provisionalmente a Cristóbal Colón de la gobernación del Nuevo
Mundo.
![]() |
Muerte de Colón
|
Tanto porfiaba el Almirante en volver que finalmente se
le permitió embarcar, aunque con expresa prohibición de acercarse a La
Española. En este cuarto y último viaje tocó las costas de Centroamérica
(Panamá, Costa Rica, Nicaragua) y regresó cansado y enfermo para afincarse en
Valladolid, donde (contra otro mito colónico) disfrutó de muy buenas rentas
hasta que le sorprendió la muerte el 20 de mayo de 1506. Enterrado inicialmente
en Sevilla, su hijo Diego trasladó sus restos años después a La Española (Santo
Domingo), de la que era gobernador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario